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martes, 16 de enero de 2024

Borges y la lluvia

 

Decía Borges que la lluvia es una cosa que sucede en el pasado. Decía más: que la lluvia es una cosa que, sin duda, sucede en el pasado. Tenía razón Borges. Toda la lluvia que él vio antes de quedarse ciego es ya cosa del pasado. También la que no vio, pero sintió sobre su rostro o sobre la tela del paraguas con que lo tapaban para que no se mojara. Es más: la lluvia que ha caído desde su fallecimiento en Ginebra el 14 de junio de 1986 es cosa, sin duda, del pasado. ¿Llovió aquel día en Ginebra? Hasta la lluvia que siento ahora, cuando esto escribo, tamborilear en la ventana ya no es de ahora, sino de otro tiempo. A Borges la lluvia de la tarde le caía sobre las negras uvas de una parra de un patio que ya no existía, pero desde aquel patio del arrabal le llegaba la voz de su padre. La lluvia, el patio, ya eran pasado, sin duda, pero la voz se quedaba sonando en el presente.

viernes, 22 de junio de 2007

Una cena atrasada y por algo será que llueve a gritos.


Ayer celebramos la cena tradicional de la que ya he hablado aquí con ocasión de una pérdida dolorosa. Este año, por algún viaje y otras circunstancias, la hemos retrasado hasta finales de junio. Estuvimos Teo, José María, Marién, Piluca, Valentina y quien esto escribe. Faltaron, por varias razones, Begoña, Vicky, Jorge, María y Berta. Fueron unas horas agradables compartiendo conversación y raciones. Es un grupo heterogéneo al que el azar de la vida -la mejor forma para encontrarse- ha juntado en las aulas. Precisamente esta heterogeneidad es lo más atractivo de la reunión.
Teo acaba de obtener la habilitación nacional para Catedrático de Universidad y es un orgullo ser su amigo, aunque él me tenga que aguantar las puyas inocentes contra su defensa del cine francés. José María, que quiere tomarse la cultura y la vida a sorbos sabios como el que prueba un buen vino, nos jubilará a todos como estudiante. Fue ingeniero y es, sobre todo, una persona viva. Marién, ya lo he dicho, es constancia pura incansable. No sé de dónde saca su tiempo y su energía. Piluca nos ha crecido y ha ganado en fuerza sin perder sensibilidad y agudeza. Valentina, la nueva incorporación, es tenaz, optimista y de gran capacidad práctica. En el grupo hay un catalán castellanizado que no ha perdido su acento, una burgalesa que ha pasado por Valladolid y Zamora, una siciliana que ha terminado tomando pinchos en el Parral con entusiasmo, un viajero impenitente que lleva media vida entre Francia, Portugal y Argentina y que de Valladolid llegó a Soria y terminó en Burgos.
Hubo buena comida, buen vino y mucha conversación en un barrio -Las Huelgas- que ojalá se salve de la destrucción y la fealdad. Terminamos irrumpiendo en un local en el que se nos miró como a los forasteros que entraban en el saloon de las películas del oeste.
Piluca nos trajo bajo el brazo ejemplares de Llueve a gritos (Madrid, Taller de escritura de Burgos, 2007), obra colectiva en la que se coleccionan relatos de varios escritores con prólogo de Alejandro Núñez Peña. Aunque aparecen como aprendices de escritores, los logros son excelentes. Piluca (Pilar Serrano Verde) nos regala tres muestras diferentes de su bienhacer. Pastas rojas y flores secas es un perla a partir del chispazo de la memoria y la soledad. Piedras cuenta con un diálogo ingenioso y manipulador que nos conduce hacia el corazón vacío de la protagonista. Y Secretos y mentiras retrata con silencios la destrucción de una pareja con una frase -modelada como imagen- que no puedo olvidar: "Tacho los días del calendario en los que nos hacemos daño".
Y ya me acuerdo -qué frágil la memoria- de la recomendación: Historia universal de la infamia, de Borges (1935). Cualquiera de los relatos.