Una amiga me dijo que en mis escritos más personales siempre se refleja una condición de tránsito, como si acabara de llegar de algún sitio o estuviera a punto de irme. Como si en medio de tanto viaje buscara un refugio en donde pasar un tiempo sosegado antes de perderme de nuevo cuando me expulsaran o me hundiera en mi melancolía. Supongo que es cierto, que esa es mi condición, la de la permanente búsqueda. Búsqueda intelectual, afectiva, social. Hay un permanente desasosiego dentro de mí que me lleva a pensar que todo es provisional en mi vida. A pesar de que no sea lo que yo quiero y por eso aprecio tanto la conversación reposada ante un café, el abrazo de un amigo, el regazo de la persona que amo, la compañía de los míos. Por eso me duelen tanto las traiciones y las rupturas, que siento como si un ángel fiero me arrojara del paraíso y me condenara a un eterno destierro. Me gusta verlo como una metáfora del ser humano y de la vida misma. Somos seres en tránsito. También me fuerzo a verlo como una nueva oportunidad (me sé todos los cuentos de los libros de autoayuda), pero a veces pesa tanto la fatiga que acongoja hasta la lágrima que debe decidir, al caer, si es la que cura o la que mata casi de forma independiente a mi voluntad. Pero esta metáfora que universaliza mi condición no puede aliviarme mucho tiempo y pronto vuelve la misma imagen, la del viajero con la maleta a cuestas atravesando las calles o los caminos polvorientos. Siempre me he fijado en esas fotografías de las filas de refugiados que huyen de una guerra, de la hambruna, de un desastre natural. Pueden ser rostros de barba cerrada y pañuelo negro como en la Guerra civil española, desorientados perseguidos de la Guerra de los Balcanes, somalíes con ojos enormes llenos de hambre. Sin haber sufrido sus tragedias me siento uno de ellos. Soy consciente de que soy un afortunado que nunca ha vivido su realidad pero quiero ser consciente de que en cualquier momento puedo seguir, lentamente, una fila similar de seres humanos. En el fondo vivo con esa alta conciencia del tránsito en busca del refugio de una mirada, de una palabra, de un regazo. Y ofrezco el mío.
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domingo, 1 de diciembre de 2013
viernes, 8 de abril de 2011
Tránsitos: Antes de amanecer
En la ciudad amanece antes: la falsa realidad de la luz confunde a las aves. Antes de amanecer somos una sombra que recorre la vigilia, sonámbula. Aun no nos hemos vestido y quizá por eso seamos más ciertos. Después de enmascaranos, por fin, amanece.
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sábado, 2 de abril de 2011
Tránsitos: Ausencias.
Se espera a la persona amada hasta cuando uno sabe que no vendrá, que no llamará, que todo ha terminado. Se espera la llegada del ser querido a quien hace tiempo que no se ve, aunque todo nos diga que no volverá. Se espera el regreso de quien se fue y no podrá regresar. En esos momentos, el tiempo es impreciso y uno no sabe con certeza si ha anochecido ya o llegó a amanecer. Como en un eco monótono, apenas quedan las palabras de consuelo que nos dicen bocas que nos aprecian, antes de marcharse a sus quehaceres. Hay un momento en el que uno se levanta ya del sofá, porque no puede esperar más. La vida continúa y se debe cargar siempre con esa ausencia, que jamás llenará otra presencia, por muy ruidosa que sea. Como si en un rincón oculto hubiéramos guardado, con amor, el recuerdo. Hasta que ya no nos duela, si logramos conseguirlo.
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viernes, 1 de abril de 2011
Tránsitos: Habitación de hotel
Hay algo de patetismo en la actitud del viajero cuando se instala en una habitación más de hotel, por muy confortable que sea. Sabe que, antes o después, se hará el silencio y los ruidos no serán los habituales. Los muebles que no nos pertenecen producen chasquidos de reprobación ante nuestros gestos, como si no se sintieran cómodos ante nuestra presencia. O quizá solo sea que el viajero se sabe de paso en todos los lugares mientras dilata la llegada al destino. Por eso, ha procurado ocupar pronto lo que le es ajeno: la repisa del cuarto de baño, el armario empotrado. También ha abierto la cama, sin necesidad de acostarse en ella.
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sábado, 26 de marzo de 2011
Transitos: Subterráneos
Todos los miedos se agarran en la boca del estómago y nos destripan desde dentro. Bajarse en una estación cualquiera y buscar la salida como si esta existiera realmente entre el laberinto de túneles incomprensibles. Aquellos que piensan que saben dónde están y que tienen un plano fiable se engañan para ser felices. Todos los miedos se agarran en la boca del estómago antes de introducirse por nuestras entrañas y recorrernos.
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viernes, 25 de marzo de 2011
Tránsitos: Mercancías
Los trenes de mercancías siempre me han parecido tristes. En la noche, su marcha lenta y monótona puede esconder el crimen más horrendo, los despojos ultrajados de otros seres humanos. Deberíamos asaltarlos, romper sus cerrojos y abrir sus puertas para airear los instintos más oscuros con los que siempre cargamos. Antes de que pasen de largo y los sepultemos en el rincón más polvoriento de nuestra memoria.
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sábado, 19 de marzo de 2011
Tránsitos: Raíles
El viaje, en realidad, no tiene meta. Ni siquiera hay trayecto: los raíles solo existen porque los hemos fijado con el recuerdo. A pesar de su absurdo, nos empeñamos en darle una coherencia, un sentido y un tiempo. Da igual. El viaje tiene sus propias normas.
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viernes, 18 de marzo de 2011
Tránsitos: El viaje
Llega un momento en el que hay un impulso: ¡Fuera! Fuera de todo, fuera incluso de uno mismo. ¡Fuera! A echarse en proa hacia adelante. No como huida, sino como una fuerza que viene desde muy adentro, que te reclama desde las tripas y que te obliga a llenar una bolsa con lo imprescindible y ser solo horizonte. En el andén, al fin, todos somos circunstancia y tránsito. El de cada uno, además, que apenas deja hueco.
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sábado, 12 de marzo de 2011
Tránsitos: La espera
Si sumara el tiempo que he pasado esperando resultaría la vida de un ser humano de otras épocas. Hay quien conoce las ciudades por las zonas de tránsito de la terminal internacional del aeropuerto. Yo recuerdo, con la intensidad de quien está allí de nuevo, estaciones de trenes, de autobuses, salas de espera de hospitales, de consultas médicas, cafeterías de tanatorios, calles por las que he paseado solo con la ilusión de encontrarme con alguien, bares de barrio que se guardan en la memoria como el lugar de encuentro para ir a otro sitio, vestíbulos, pasillos, rincones en los que agazaparse, jardines. En todos ellos, la gente siempre tiene las mismas actitudes: hay quien se inquieta en la espera, quien parece haberse detenido y no respira o dormita, quien hace un gesto y lo repite cada poco tiempo, quien aparenta leer el periódico o un libro, un niño que ríe bajo la mirada censuradora de la madre que le chista para que no moleste, una pareja de novios que se despide con la esperanza del reencuentro o la amargura de la desesperanza que no calma ni siquiera la promesa de escribirse o llamarse por teléfono.
Nuestra vida se teje con espacios en los que todo es provisional. De niños nos enseñaron que hay que tener paciencia en la espera: para un niño un minuto puede ser algo eterno porque no sabe anticipar el futuro. Es curioso cómo envejecer se convierte sobre todo en saber aguardar: esperamos la nota de un examen, la fecha de nuestra boda, el nacimiento de nuestros hijos, la muerte de un ser querido y su entierro, el regreso de alguien a quien hace tiempo que no vemos, la próxima primavera, la muerte.
Saber esperar no significa un tiempo inútil: de cómo lo aprovechemos dependerá la calidad de los retales de nuestra vida. Pero, a veces, aprovechar el tiempo de la espera es algo tan simple como contemplar que el espacio se llena de tiempo.
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viernes, 11 de marzo de 2011
Tránsitos: Entre la gente.
La sociedad que hemos fabricado en las ciudades es extraña, pero es la que tenemos y no podemos vivir en ella como seres huraños. Nos definimos por la pertenencia a una u otra, como si algo nos atara con los que viven en la misma ciudad que nosotros por encima de lo que nos une con los de la vecina: hay rivalidad incomprensible solo porque nacimos intramuros y los otros nos parecen siempre peligrosos por el azar del nacimiento. La ciudad es el espacio privilegiado de la sociabilidad y por eso vamos mal si la explicamos con banderas y símbolos e himnos, si juzgamos que la nuestra es siempre la mejor por encima de las otras y que es víctima de la injusticia solo por ese hecho, que nos creemos mejores y nuestros. Así amurallamos nuestra ciudad (nuestra calle, nuestro barrio) y nos hacemos esclavos de ella y de quienes se alcen como portavoces de sus valores.
La gente nos acompaña en la ciudad siempre. Desde mediados del siglo pasado, las ciudades se han trasformado: quizá no las reconozcamos, pero nos dan otras oportunidades al ampliar la piel de sus habitantes y sus idiomas y creencias: las miradas se han hecho diversas y enriquecedoras.
El individuo suele tener una relación conflictiva con la ciudad. Hay momentos en los que se nos hace insoportablemente ruidosa, en otras ocasiones la descubrimos limpia y a punto de ser estrenada. Aquellos con los que nos cruzamos tienen las mismas necesidades y emociones que nosotros. La ciudad la hace su gente: está ahí para acompañarnos en el tránsito, con todas las cosas malas y todas las cosas buenas.
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