El tradicional Baile de la rosa que se celebra en Mónaco, se ha dedicado, en el presente año, a la movida madrileña y así lo reflejan con fruición y glamour diversos los medios de comunicación españoles. Comprenderán los asiduos lectores de La Acequia que yo no tenga fotos propias del evento: la crónica ya la ha hecho un entusiasmado Boris Izaguirre para el Hola, así que no hay que desesperarse.
Yo no soy de los que restan méritos a este movimiento cultural de la España de la transición ni a sus protagonistas, sino todo lo contrario: como siempre, algunos de ellos me gustan más que otros; algunos han demostrado que tenían cosas que decir y sabían cómo y otros se han desinflado, como en todo hecho cultural en el que se suman la oportunidad del momento y la calidad del producto. Al impulso de aquellos años debemos muchas cosas del presente y, sobre todo, el poner al país en el mapa de las grandes manifestaciones artísticas de la segunda mitad del siglo XX. Aquellos tiempos, en las provincias de nuestra Castilla se vivieron con cierta envidia mezclada con desdén. Yo compraba Madriz me mata, La Luna de Madrid y otras revistas y fanzines y veía en ellos cosas diferentes a las habituales.
La movida, madrileña, gallega o de otros sitios, fue la explosión de libertad creadora que se necesitaba en un país gris, achatado y acomplejado. De claro sentido progresista y transgersor, su mezcla de desinhibición experimental y festiva celebración de la vida en todos los aspectos, no sólo en el arte, no gustó a la izquierda apergaminada que dominaba los cuadros oficiales de los partidos: aquello, en efecto, estaba lejos del realismo socialista y la literatura de tesis. Ni qué decir que fue anatematizada por la derecha y perseguida por el postfranquismo, que siempre intentó ridiculizarla como un fenómeno exclusivo de mariquitas, yonquis y bohemios.
Con el poso del tiempo, la movida madrileña debe explicarse como la liberación de unas fuerzas contenidas que permitieron la evolución sin complejos de los años siguientes. Sin embargo, tampoco debe magnificarse su originalidad. Este movimiento es la condensación en un tiempo muy concreto de una evolución cultural que se venía dando en Occidente desde los años cincuenta -en la misma España franquista tenemos ejemplos tan precursores como el postismo-, que se inició con el arte pop y terminaría dando lugar a lo que los teóricos llaman el postmodernismo (uno de los primeros autores claramente postmodernos fue Vázquez Montalbán con sus Escritos subnormales cuyo Manifiesto se publicó en 1970 o la primera entrega de la serie Carvalho, Yo maté a Kennedy, publicada en 1972, de tan recomendable lectura). Lo que sucedió es que en España se vivió como explosión por todo lo que desencadenó la Transición. Además, como en toda época de cambio, se está más atento a magnificar -para bien o para mal- lo diferente. Y el mundo miraba con especial atención lo que pasaba en España.
Pues bien, los protagonistas de la movida que aun quedan en el círculo de Pedro Almodóvar -que, en aquellos tiempos, era uno más aunque ahora su éxito parezca dar nombre a todos- han hecho bailar a la aristocracia de Mónaco. La dinastía que reina allí siempre ha tenido una tendencia al espectáculo, así que no debe temerse, en este caso, una utilización de los artistas españoles como meros bufones como quizá alguna lengua viperina ya esté diciendo. Lo que me ha sorprendido no es eso, sino el entusiasmo casi juvenil de la troupe de Almodóvar y unas declaraciones de Alaska en las que la cantante manifestaba su orgullo de que la cultura no oficial llegara a los grandes salones. Yo no sé muy bién dónde ha estado Alaska en estas décadas, pero o no se ha enterado o no ha querido enterarse de que ahora ella y Almodóvar son parte de esa cultura oficial que parece no gustarle, según sus declaraciones aun ancladas en una definición de artista contracultural de hace tantos años. Incluso he podido explicar varios conceptos de esta entrada con enlaces a la Wikipedia y al Diccionario de la Real Academia Española. Si es que el sistema tiene estas cosas.