De
mi visita a Béjar de hace unos días me vine con una nueva constatación de mi certeza de que el artista aun debe ser radicalmente individual y que esto no supone contradicción alguna con su compromiso ideológico y social -sea del cariz que sea.
En nuestra época, se ha impuesto el mercado sobre la creación artística como nunca antes. Siempre ha existido el taller del artista y la comercialización de su producto, pero en el último medio siglo las posibilidades técnicas lo han puesto como premisa del arte hasta el punto de que al receptor se la ha cubierto con una oscura tela impermeable para que no vea otra cosa.
Desde que la sociedad descubrió al individuo en toda su capacidad, nunca, como en los últimos años, el artista se ha doblegado a lo que le dice su marchante o su editor y accedido a modificar su obra para que encaje en lo vendible. No sé si los lectores saben que buena parte de lo que leen se debe no tanto al autor que firma el libro como a las directrices del editor o la intervención de trabajadores a sueldo que intervienen en el original. Así, suele suceder que un escritor tiene un éxito cuando controla por entero su obra y lo publica en una editorial pequeña o por un azar, gracias a que alguien apuesta por él, gana un premio. Luego firma un contrato con un editor y acaba amanerando su estilo porque no le dejan salirse de la línea de su éxito. Cuando eres joven y tienes la ambición del triunfo y el dinero que te permita vivir de tu obra, no piensas en estas cosas. Hay pocos que puedan escaparse después, bien porque han alcanzado un nombre que les hace dueños absolutos de su obra por encima de cualquier editor, bien porque deciden apearse de ese camino y volver por senderos más propios. Suelen salvarse los poetas, porque la poesía no importa a los editores. Aunque para corregir este olvido están luego los antólogos y los profesores de literatura.
No estoy en contra de que haya un tipo de producto artístico para el consumo general. Pero éste no debería nunca sepultar la creación libre e individual porque es la única forma de que el arte experimente y avance. Además, debemos estar alerta con el arte de consumo general no porque no deba existir, sino porque suele suponer un arte sin estímulo para el que lo produce y el que lo recibe. Algún día hablaré de esto para que no se entienda lo que digo como una defensa del arte elitista. Ocurre, además, que cualquiera está capacitado para entender y disfrutar el arte individual y radicalmente innovador y que sólo las premisas sociales con las que se le educa le apartan de comprenderlo. Aunque parezca lo contrario, el producto artístico de consumo general exige más conocimientos que el individual, pero no nos damos cuenta porque nos lo han ido introduciendo sorbo a sorbo en la infancia y la juventud, separándonos de la capacidad de crear de forma individual que tenemos cada uno y forzándonos a disponer nuestra mirada en una única dirección. El individuo siempre ha sido sospechoso en nuestra sociedad.
Así, la mayor parte del producto que llega al gran público en cualquier tipo de arte suele ser industrial y modelado por varias manos en diferentes porcentajes. Por lo general, el editor importante canoniza, con instinto lleno de audiencias y estadísticas, lo que debe darse a conocer.
Frente a eso, al artista de las últimas décadas, junto a la producción para el consumo general o en vez de ella, suele producir rasgos individuales. De esta tendencia surgió el arte efímero -
happening,
performance,
intervención,
instalación, etc.- que, a pesar de su banalización frecuente, aun supone la presencia del artista individual y un gesto de contestación frente al producto repetido. Sin embargo, hasta en esto se debe estar alerta, porque se ha conseguido la industrialización de este tipo de arte para coseguir el adelgazamiento de su significado y potencial creativo. Hay demasiado charlatán de feria en el asunto y debemos señalarlo con el dedo, porque desactivan y desacreditan los verdaderos rasgos de creación.
Muchos artistas, además, trabajan proyectos radicalmente propios y únicos en sus estudios, que suelen ocuparles años de su vida -una dedicación contraria a la mercadería urgente de hoy en día- y que, en principio, no están pensados en la comercialización sino en la experimentación. De ellos suelen beneficiarse sus herederos, que son los que alcanzan el resultado económico del trabajo de años del familiar al que no comprendían. Estos proyectos tienen una fuerta raíz autobiográfica, puesto que suelen canalizar los estados emocionales y las fases de evolución del artista. De ahí que tomen la forma del diario, en su mayoría.
Por eso me alegró ver en el estudio de trabajo de
Luis Felipe Comendador ese rasgo individual. Sabía que trabajaba desde hace años en un
Diario que ocupa cientos de páginas y que le ha llevado, por lógica de género, al
blog Diario de un Sanovarola. Pero nos mostró a
Javier y a mí dos productos más que avalan su vitalidad. Me gustó, además, su enfoque correcto: aquellos trabajos, que eran producto de su radical condición de artista no le convertían en un elitista separado de la gente sino todo lo contrario porque, como me dijo, la importancia de este camino es que enseña a quien lo ve que él también puede hacerlo partiendo de su condición de individuo. En efecto, la contemplación de este tipo de arte provoca en el receptor la separación de lo que le han dicho que debe ser él mismo como persona y el arte como producto humano, al empujarle a experimentar con sus propias manos y capacidades.
Por un lado,
Luis Felipe confecciona desde hace tiempo un
Diario gráfico en el que se suma la literatura, el
collage y el dibujo, con mucha carga de reflexión artística, ironía, humor y mirada comprometida con la realidad porque el hecho de que el arte sea individual no exime de su conciencia social. El resultado es apasionante, cada hoja del cuaderno es diferente y única. El hecho de que existan otros cuadernos gráficos de otros artistas no resta creatividad individual a ninguno de ellos puesto que permite un diálogo inteligente entre ellos.

De una de las estanterías extrajo
Luis Felipe un
libro objeto, un tipo de producto artístico en el el autor interviene en un volumen confeccionado por la imprenta como libro industrial como si se tratara del viejo
palimpsesto. Con la intervención, se da al volumen -igual a otros cientos- un carácter de ejemplar único en el que cada página, además, es diferente y propia.
Luis Felipe trabaja sobre un ejemplar de
Los cipreses creen en Dios, de
José María Gironella.
Soy partidario de la difusión de la cultura y el arte, de su acceso masivo: su democratización es una de las mejores cosas que han tenido los últimos siglos. Pero también pienso que parte de esa difusión se hace de forma equivocada puesto que aparta al individuo de su capacidad artística para producir de forma auténtica. Si el viejo debate entre arte elitista y arte de masas, que definió Ortega -favorable del primero- está más que superado, aun nos queda por desarrollar las herramientas adecuadas para que la difusión y comercialización del arte no ahogue al individuo y su capacidad de crear o apreciar lo creado por otros desde su raíz única y estímulo de nuevas creaciones individuales y únicas. Estamos en buenas condiciones: parte de la actual forma de entender los museos y las nuevas técnicas de comunicación -Internet es una revolución como herramienta de creación y difusión- permiten la divulgación de lo que antes sólo conocían unos pocos. Es el momento de una nueva revolución artística de carácter individual y contraria a la uniformidad cultural que buscan algunos para convertir el arte en monedas.