domingo, 12 de enero de 2025

El mundo sigue girando

 


Del amanecer al atardecer: un día, menos la noche. Hoy han sido espectaculares los dos por aquí. De fondo, el ruido de las motocicletas. Se celebra en la ciudad una de las concentraciones más importantes del invierno en Europa. Algunos vienen de tan lejos, que allí habrá amanecido a otra hora. El día lo hace el sol, ¿o cada uno?

En las noticias del mundo parecen vencer aquellos que no creen en la democracia. Los argumentos que se les oponen son fáciles de derrotar: a ellos no les sirven y basta. No se puede acordar nada con quienes no creen en el diálogo. Han conseguido ya controlar las emociones y entramos en una época en la que nada será cierto. No están locos, como piensas a veces cuando los ves gesticular en la pantalla del televisor o del móvil: tienen intereses. Al resto, nos toleran porque nos necesitan como disfraz, secuaz, paniaguado o cliente. Algunos les seguirán por las migajas. El neofeudalismo que parece venir tiene esto: de ciudadanos a vasallos que recuerdan vagamente que tuvieron derechos convertidos ahora en conceptos simulacro. ¿Los aplaudiremos para que nos protejan del conflicto que ellos mismos han creado?

El mundo sigue girando, ya lo ves, es su ley natural y para eso no nos necesita. Queda ladrar al atardecer. Y cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer secándose al sol, ¿te acordarás del que, un día, cansado, se puso a ladrar?


martes, 7 de enero de 2025

Qué gran año para el mundo

 


Si este año solo fuera tu sonrisa
la que hiciera posible -por decir
algo, no sé, que fuera no pensado,
como un inesperado y largo beso
con café de mañana de domingo
mirando cómo viaja en la marisma
el río bajo el puente hacia la mar-
el turquesa profundo del Guadiana,
qué gran año sería para el mundo.

© Pedro Ojeda Escudero, Del desconsuelo, 2025.

lunes, 6 de enero de 2025

Por Reyes lo notan los bueyes. Fandangos

 


Cómo se crecen los días,
en la puerta de tu casa;
para mirarte quería
toda la luz en tu cara.

Qué traicionera es la vida,
con lo rápido que pasa;
cuando ya ves la salida
no se han pasado las ganas.

Lo mismo que aquel almendro
que florecía temprano
sin tenerle al frío miedo
así voy hacia tus manos
por la calleja del viento.

© Pedro Ojeda Escudero, Por la sierra de Béjar, 2025.


domingo, 5 de enero de 2025

Qué soledad la del yo que lo ocupa todo

 


¿Una puerta que no se usa es una puerta? Como esas casas ocupadas por las zarzas. Así las caricias, la acogida, la solidaridad, el abrazo, la palabra, el otro.

No te olvides de que el yo existe porque hay un tú y un otros. Qué soledad la del yo que lo ocupa todo.

viernes, 3 de enero de 2025

Los clásicos


Ahora que todo el mundo sabe lo que debe hacer, me declaro ignorante. Es sorprendente cuántas personas conocen el secreto del éxito y se empeñan en darnos lecciones después de haber visto unos cuantos tutoriales sobre cualquier cosa y cuatro memes graciosos en las redes sociales tecnológicas. En todo.

La exhibición de la fortuna siempre esconde carencias.

El Pijoaparte de Juan Marsé quería salirse de su esfera por el camino fácil. Hoy hubiera sido influyente y presumiría de haber minado criptomonedas antes que nadie. Su meta ya no sería llegar a los barrios ricos de Barcelona, sino a los Emiratos Árabes Unidos o a cualquier gran ciudad de negocios de Asia, pero allí seguirá siendo un hortera que se dirige, sobre todo, a los de su barrio, para mostrarles su nueva vida como impostor. Se lo notarán a poco que abra la boca. Acabará igual que el Pijoaparte porque nunca aceptará a una Salvadora como el Manuel de Baroja. En el fondo, su gran problema es que jamás leerá a Marsé.

La alternativa ya está escrita en los clásicos, pero quién los lee ahora.

jueves, 2 de enero de 2025

No hay prisa en un día con niebla.

 


Después de varios días de niebla, la ciudad tenía textura de recuerdo. Los habitantes salían a la calle y se perdían al doblar las esquinas, en el laberinto imposible de sí mismos. Desde la seguridad del café, los miraba pasar, la mayoría inclinados hacia adelante de una manera extraña, a la  manera de los niños que comienzan a andar, como si algo tirara de ellos hacia la avenida, pero siempre estuvieran a punto de caerse al suelo. Señores con sombreros y abrigo de paño, jóvenes con cazadoras de polipiel y cremalleras, una señora elegante y chejoviana con un perro, una familia entera con los hijos tapados las cabezas con verdugos verdes, el aleteo de una mariposa de papel, el aliento de una joven hermosa y tímida que se calentaba las manos. Todos ellos pasaban, los veía a través de los grandes ventanales del establecimiento, uno detrás de otro, a veces arracimados. Venían de la nada y se perdían en la nada. Allá iba también mi vecino del tercero, grande y zafio, gruñendo contra el frío húmedo de la niebla; la novia peluquera que tuve cuando joven; el olor a albahaca; una bandada de aviones desorientados. Miré al camarero, que observaba todo sin asombrarse, apoyadas sus manos en la barra. He visto tantas cosas, exclamó sin quitar los ojos de lo que ocurría en la calle. Ponme otro café, le dije. Este año parece que nada existe ya, no hay prisa.

lunes, 30 de diciembre de 2024

La mejor semilla del ser humano

 


No importa cuándo se tomó aquella fotografía: todos los que salen en ella ya están muertos.

Ayer vi The Last Man on Eart (1964, En España, El último hombre sobre la Tierra), la película italoamericana dirigida por Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, protagonizada por Vicent Price. La busqué a propósito para compararla con I Am Legend (2000, en España Soy leyenda). Ambas se basan en un clásico de la novela del género postapocalíptico, Soy leyenda, escrita por Richard Matheson y publicada en 1954. Me gustan más las propuestas de la novela y de la película de 1964 que la última versión, protagonizada por un musculoso Will Smith. Vicent Price compone el papel del protagonista, Robert Neville, desde el lugar de una persona normal que, de pronto, debe enfrentarse a una situación extraordinaria: la extensión de una bacteria que convierte a los infectados en seres con comportamientos similares a los de los vampiros. La sorpresa vendrá cuando descubra que hay una tercera especie de seres, infectados, pero que han desarrollado un medicamento que les permite regresar al comportamiento de los no infectados. El único ser que no es ni una cosa ni la otra es Neville, que desarrolló una inmunidad al ser mordido años antes por un murciélago. Tras tres años defendiéndose en su casa, ha desarrollado una rutina diaria que le agobia por su monotonía. Hay un momento de esa rutina que me gusta especialmente: Neville escucha en el tocadiscos música clásica y bebe whisky, nada más, quizá para salvarse de la locura de su soledad y de sus recuerdos. Dedica buena parte de su tiempo a encontrar y matar a los infectados, que duermen por el día. Buena parte de ellos pertenecen a esa nueva especie humana, que ha superado la infección mediante los medicamentos y están construyendo una nueva sociedad. Para ellos, Neville es una leyenda como lo fue Drácula: alguien que asesina a la gente mientras duerme y que debe ser combatido y eliminado. Y de esta manera, el último de los seres humanos se ha convertido en el monstruo que creía combatir.

La mejor semilla del ser humano es su mortalidad. Es el medicamento contra la soberbia.

domingo, 29 de diciembre de 2024

Muros

 



Cómo se parecen todos los muros que levantamos.


(Imagen tomada en la exposición El muro de Berlín. Un mundo dividido, Fundación Canal, Madrid, 2024.)

sábado, 28 de diciembre de 2024

M (El vampiro de Düsseldorf)

 


He vuelto a ver M de Fritz Lang (1931, en España M, el vampiro de Düsseldorf) después de mucho tiempo. El director la consideró la mejor de su carrera en Alemania, antes de su exilio en los EE.UU. provocado por el ascenso al poder de Hitler. A mí me ha parecido siempre mejor película Metrópolis (1927), pero reconozco que esta no me interroga tanto como M. En todo caso, ambas son dos obras maestras que están ajustadas a su tiempo, que han influido significativamente en el cine posterior y que todavía dicen mucho al espectador actual. Esto es, en definitiva, la razón por las que se las considera dos películas clásicas de la cinematografía mundial, es decir, de la cultura del siglo XX.

La trama de M. es sencilla: un asesino en serie de niñas aterroriza la ciudad de Düsseldorf y provoca que la policía extreme la vigilancia causando dificultades al resto de los criminales, que se organizan para encontrarlo y detenerlo.

En esta ocasión no me he parado excesivamente a disfrutar de las posiciones de cámara, de la sintaxis narrativa de la película ni de la magnífica dirección de actores o sus muchos recursos técnicos. Desde el principio, he quedado atrapado por alguno de los temas tratados en la película que nunca han dejado de ser interesantes, pero que, en esta ocasión, me han parecido más presentes y actuales que en mis anteriores visionados. 

Por una parte, la oscuridad de la película (no deja de ser uno de los primeros clásicos del cine policíaco), que no procede solo de la maravillosa fotografía de Fritz Arno Wargner, sino del ambiente opresivo en el que todo está a punto de desmoronarse aunque todavía se pueda o deba creer en la estructura social. No en vano, la película es de 1931, en los años finales de la República de Weimar, poco antes de la declaración del Tercer Reich y del gobierno criminal de Hitler. La inestabilidad de la República era considerable y se acentuó con los efectos de la Gran Depresión que se desencadenó en 1929. De una o de otra manera, todo ello está presente en esta película. 

Indico varias situaciones extraordinariamente planteadas en la película. Cuestiones complementarias, porque levantan un cuadro de cómo una sociedad se desmorona. Por una parte, los medios de comunicación recogen pronto las noticias de los asesinatos y los divulgan ante una opinión pública cada vez más atemorizada e indignada. Se nos presentan también los estamentos oficiales desorientados inicialmente, pero que reaccionan sobre todo por las crecientes manifestaciones de temor de los ciudadanos ante las que los responsables (políticos, policías) se ven apelados.  En tercer lugar, la reacción de la gente sospechando unos de otros y persiguiendo a cualquiera que resulte extraño. Finalmente, la extraña unión de los criminales de los bajos fondos para detener al asesino y que regrese la tranquilidad anterior con el objetivo de seguir con su vida sin la vigilancia policial, como una estructura paralela a la oficial. Carteristas, ladrones y otros criminales suman sus esfuerzos y utilizan para ello a otro sector marginal, los mendigos. Serán ellos los que localicen y atrapen al asesino y lo lleven ante un simulacro de juicio en el que los representantes de la delincuencia tradicional ejercen de carceleros y jueces. En el juicio se exponen todas las opiniones que se suelen desatar en estas ocasiones: los individuos deben tomarse la justicia por su mano porque el sistema democrático, con sus garantías judiciales, atendería al asesino como a un enfermo y procuraría su curación y su reinserción final en la medida de lo posible. Tan solo quien ejerce de abogado defensor piensa que es mejor entregarlo a la justicia oficial porque ninguno de los allí presentes está legitimado para juzgarlo y porque, en el fondo, se trata de un enfermo mental. En este simulacro de juicio queda claro que los criminales utilizan las emociones populares para sus propios fines.

Y esto me lleva a una cuestión que me ocupa mucho en los últimos tiempos sobre si la justicia va camino de abandonar su función reformadora y convertirse en instrumento de venganza. Suele ocurrir: cuando el espíritu de venganza originado por el miedo y alimentado por intereses ocultos coincide con nuestras emociones o principios ideológicos, nos tranquiliza, pero no advertimos bien que, de esa manera, destruida la cordura y el camino construido desde que existen los derechos humanos, pronto llegarán los otros, aquellos que no piensan como nosotros, imponiendo su concepción de la venganza de la misma manera y el sistema ya habrá roto todos sus límites, al principio casi de forma inapreciable. Aunque ya no estemos de acuerdo con los principios que rigen la nueva situación, hemos colaborado a crearla. Ellos tendrán la misma justificación que nosotros y quizá sean más hábiles y oportunistas para conseguir sus fines y alcanzar más apoyos. Cabría pensar que aquellos personajes de los bajos fondos de la película de Fritz Lang constituidos como justicia popular porque ya no creen en el sistema, pronto se entregarán a la justicia nazi y verán la necesidad de librarse de los judíos o de los gitanos o de los comunistas, porque les harán creer que también son criminales que atentan contra Alemania.

Fritz Lang, antes de que hable el acusado o su defensor, ha procurado que los criminales que lo juzgan nos parezcan simpáticos gracias a un habilidoso guion en el que incluso nos apena que uno sea detenido por la policía. Ya hemos empatizado con ellos, por lo tanto, pensamos que están en el lado bueno del asunto y se nos ha olvidado que se mueven por su interés fundamental: seguir delinquiendo sin la presión policial desatada por la conmoción que han provocado los asesinatos de las niñas. Fritz Lang y el grupo de guionistas (Thea von Harbou, el propio director, Paul Falkenberg y Adolf Jansen), aciertan: sin darnos cuenta, los espectadores hemos delegado la justicia en quienes no tienen ningún derecho a ejercerla y aquellos pretendidos jueces se valen del dolor de las víctimas (especialmente de la voz de las madres) y de las emociones de la población de Düsseldorf para sus propios fines.

M, el vampiro de Düsseldorf, parece querer tranquilizarnos con el final: nada reparará las pérdidas ni consolará a las víctimas, pero el sistema judicial finalmente parece funcionar y se impone. Parece funcionar, pero ya está herido de muerte porque las emociones -y su manipulación- se han impuesto, aunque sea por un breve espacio de tiempo que se convertirá en punto de no retorno. Basta con hacer la prueba, ver la película e interrogarse a uno mismo para descubrir cómo la propia opinión está partida entre la emoción y la razón o se inclina más hacia uno de los dos lados.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Intersecciones

 


De niño nos enseñaban los diagramas de Euler Venn, no sé si aún se explican en los colegios. En gran medida, las mentes de los que fuimos escolares en aquellas generaciones se configuraron con esos conceptos cuya expresión en diagramas era tan visual: conjunto, subconjunto, intersección, inclusión, disyunción. Leo ahora que alguna de las diferencias entre Euler y Venn es que aquel no representa los conjuntos vacíos y que este sí. Me cae ahora mejor Venn, capaz de expresar la nada. Regreso a la infancia y me imagino que las regiones vacías son una invitación a adentrarse en lo desconocido. Tuve un profesor de matemáticas que no comprendería esto: los esquemas, para él, representaban una situación inamovible. No inventes, diría, al entregarme el folio corregido con bolígrafo rojo.

Soy, ya lo he dicho, de las afueras. Mi mundo era una de aquellas intersecciones: entre la ciudad y el campo. Hasta aquí la ciudad, hasta aquí el campo y, en el medio, las afueras con su casas molineras, cañadas sin asfaltar, vertederos incontrolados de todo tipo de residuos, transformadores de luz con una calavera en la puerta, olmos con el tronco pintado de blanco, almendros retorcidos, fábricas de pienso, cantinas, cunetas sin alcantarillado. La ciudad creció encima, pero aún encuentro huellas de lo que fue, de lo que soy, porque nunca he dejado de ser de un lugar que no es ni una cosa ni otra. En realidad, aquello no era una intersección, sino un territorio propio.

jueves, 26 de diciembre de 2024

Entre las hojas, ortigas

 



El suelo del bosquecillo está alfombrado de hojas empapadas por la humedad de estas noches pasadas. Camino entre ellas: una moqueta de la vida futura. Entre la anterior y la que viene, la vida no se detiene nunca.

Se me han pegado las sábanas. Antes de salir al campo, he tomado café en el bar de siempre, en vez de hacerlo al revés. Un bar de barrio que reúne a los habituales: buen café a precio razonable, amabilidad y trabajo, décimos de lotería. La dueña lo abrió un poco antes de la pandemia del 2020 y tuvo que cerrarlo en aquellas fechas, pensé que no aguantaría, pero lo hizo. Muchas horas de trabajo sin cerrar ningún día durante años, para hacerse con una clientela que va o viene a hacer recados a la panadería, el supermercado, la farmacia, la pequeña frutería regentada por un peruano. Desde hace un par de años la ayuda su hija. Me la encuentro a diario antes de amanecer, cuando voy a coger el tren, camino del trabajo. Desde hace un tiempo, cierra los domingos por la tarde y los lunes, por descanso del personal, y su hija está más a menudo. Un parroquiano me informa, sin que yo le pregunte, de que la madre ha enfermado y necesita tomarse unos días por el tratamiento. El peruano tiene la tienda impecable: ordena la fruta como si cada una de las piezas tuviera la mayor importancia, no hay nada al azar. Tiene las mejores patatas agrias de todo el barrio.

Entre las hojas caídas y húmedas, aquí y allá, unas espléndidas ortigas, verdes y pujantes.