miércoles, 18 de junio de 2025

Lo que hay en un puñado de flores de acacia

 


Se me olvidó contar que el jardín de la Facultad olía a la flor de la falsa acacia y que no pude evitar comerme un puñado, como en la infancia. Camino del colegio, al final del curso, florecían cuatro arbolillos junto a la cañada. Todas las casas, a un lado y a otro de la Cañada de Puente Duero, se levantaron de forma irregular con el consentimiento de las autoridades, que miraron para otro lado ante la necesidad de mano de obra barata en la ciudad. Aquellas personas venían de los pueblos, que se vaciaban. En realidad, huían de la  miseria. Llegaron y levantaron como pudieron las casas molineras -una planta sencilla con las habitaciones a un lado y a otro de un corto pasillo, un patio trasero-, sin luz, sin agua corriente, sin alcantarillado. Algunas de aquellas casas han sobrevivido hasta ahora. Casas de adobe o de ladrillo, con vigas de madera, sin proyecto de arquitecto. Construcciones populares que albergaron vida durante décadas, familias amplias. Poco a poco, la ciudad creció. Se asaltó la cañada -yo lo vi-, se alcantarilló y se realizó la acometida de luz y agua. Con el tiempo, pudieron legitimar sus viviendas por la sencilla razón de que a nadie le interesaban. Cuando la presión urbanística fue alta, las vendieron para irse a vivir a un piso. Si cierro los ojos, recuerdo que todas hicieron una acera sencilla y plantaron árboles ante la fachada, en sus ventanas había geranios. Todo eso estaba en este puñado de flores de acacia que he comido en el jardín de la Facultad.

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