Primera entrada (11 de octubre de 2006).
Razón del título del blog (12 de octubre de 2006).
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Segundo.
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Décimo.
Undécimo.
Duodécimo.
Decimotercero.
Hay quien deja una despedida en este tinglado virtual, algo que se publicará cuando ya no esté. Si no se muere, va postergando el día de su publicación. Me imagino ese momento en el que se acerca el día, quizá la hora, en la que saldrá publicado el escrito y a su autor decidiendo retrasar la fecha porque no se ha muerto. ¿Esperará hasta el último minuto por si acaso sucede lo inevitable? Qué hacer si no se llega a tiempo, si cualquier cosa le impide retrasar la publicación: darse por muerto, publicar una nota de explicación (¡No me he muerto!), qué hacer. Y qué escribir en ese texto que deberá publicarse después de nuestro fallecimiento: una despedida solemne con una frase lapidaria, una lista de agravios y venganzas, una confesión. Quizá solo un adiós. Con lo elegante que es irse en silencio.
El derrumbe de una casa suele empezar con la mirada de quien se marcha de ella.
Después de la lluvia de estos días, hay un extraño silencio en la casa que anuncia que la tormenta no ha terminado.
Recuerdo una tarde de verano en la que los niños del barrio jugábamos a introducir la cabeza en una pila de agua. Alguien contaba para certificar la resistencia de cada uno. Luego nos tendíamos en la hierba para que el sol nos secara. Hace tanto de aquello.
Il faut cultiver notre jardin. La frase, lo sabemos, es de la obra Cándido (1759) de Voltaire, en la que reacciona contra el optimismo de Leibniz. Se le ha dado muchas vueltas a su significado final y su carácter pesimista o egoísta. Ante la certeza de que no podemos cambiar el mundo y de las penalidades que en él nos ocurren, debemos trabajar nuestro pequeño pedazo de huerto y encontrar en esa labor la raíz de nuestra felicidad: no es el jardín quien da la felicidad, sino nuestro trabajo en él. Cualquier ideología o religión que quiera salvarnos de los otros producirá un dolor irreparable y la destrucción violenta. De la Guerra Fría que nos atenazó después de la Segunda Guerra Mundial se salió con una mirada trasversal en la que se buscó lo que nos une antes que lo que nos separa. A veces basta con compartir una viandas sobre una manta tendida en el suelo. En la segunda parte del Quijote, Sancho se encuentra con el morisco Ricote, que regresa oculto a su pueblo, del que tuvo que salir por el decreto de expulsión del Rey: en vez de denunciarlo a la autoridad, a lo que estaba obligado por la ley, ambos se tienden en el suelo y comen y beben juntos. ¿No sirve ya nada de esto? Pedimos que cambie la deriva violenta de nuestro mundo y somos incapaces de cambiar nuestra actitud ante los otros.
Qué hermosa esta rosa de hibisco, no sé bien si malvarrosa o peonía, que florece en octubre y asoma desde el jardín.
En los sacrificios, la sangre se derrama del altar y hace charco en el suelo. El brazo del sacerdote se mancha hasta el codo. Desde allí caen las gotas al vacío.
Miro el valle desde aquí: se adivina buena sementera de odio.
Siempre he pensado en el campesino que ha labrado amorosamente su tierra, que asiste con sudor e incertidumbre al crecimiento del cereal, se alegra de cómo ondea aún verde en primavera y debe abandonarla cuando llega el ciclo implacable de la guerra.
¿Después de nuestra muerte, quedarán las banderas? ¿Quién depositará un puñado de tierra sobre nuestros cadáveres? ¿Dónde habrán quedado los dioses a los que rezamos?
El único consuelo es que llegará un tiempo en el que ya no estemos y todo quedará bajo un hermoso campo de amapolas.
Hace unos días, las praderas que suben al Calvitero se habían llenado de quitameriendas que anunciaban ya el final del verano. Hay que tener cuidado con este azafrán silvestre: hermoso y tóxico, como tantas cosas en la vida. Aquí y allá, moruchas sueltas que se llamaban para agruparse en la puesta del sol. Una de ellas, en lo alto, miraba el atardecer como si supiera que no se repetiría más.
Camino de la clase, en el aparcamiento de la Facultad, una mujer muy mayor empujaba una silla de ruedas especial en la que iba su marido, paralítico y consumido. La anciana, encogida por el esfuerzo, apenas superaba la altura de los mangos de empuje. Entre las empuñaduras y el respaldo, una cesta en la que había colocado un ramillete de ramitas de árbol. La mujer no levantó la mirada para pedir ayuda. Empujaba la silla, casi un carrito, con dignidad y constancia, entre los coches aparcados.
En la plataforma del Calvitero atardeció aquel día de la forma tan hermosa en la que debería acabarse el mundo.
Tomó una rama seca. Dibujó en el suelo líneas como hacen los niños, curvas como las ondas del mar. Guardó silencio antes de levantar la cabeza y mirarme. Con ternura, casi, como si no quisiera asustarme:
-Vendrá el invierno.
Un pequeño grupo de corzos al amanecer, en las primeras parcelas del valle, junto a la mata de árboles que desciende del páramo. A los jóvenes nacidos en primavera se les ve ya vigorosos. A estas alturas del año, el celo del corzo ya se ha terminado (es el único cérvido peninsular que tiene el celo en verano): las hembras embarazadas hacen una pausa en la gestación, que se reanuda en diciembre. Miran pasar el tren, sin darle demasiada importancia. Yo los contemplo desde la ventanilla: un tiempo breve, lleno de asombro por la belleza.
En la Universidad, ayer ha comenzado el curso. Este semestre imparto una asignatura del último año del grado, con alumnos españoles y otros procedentes del programa Erasmus y de convenios universitario. En la primera clase noté sus nervios y les mandé salir al jardín. Hacía un día magnífico para charlar con ellos al aire libre. Comenzamos. Qué alegría: llegaremos pronto a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca. Al final, entramos en clase, encendí el ordenador y continué la explicación de algunos principios que van a regir estos próximos meses.
De vuelta a mi despacho me quedé un tiempo en el jardín central de mi Facultad, el antiguo Hospital Militar, admirando el porte centenario de los pinos, y los tejos. Pronto llegará el otoño.
Una fotografía al paso del paisaje cerca de Salamanca. Desde el coche de línea, pesa el sol y es grande el cielo, al que el horizonte le pone algo de límite. Algo de cielo se queda en la tierra. Al contrario no ocurre. Dan ganas de bajar del autobús a estirar las piernas, de pedirle al conductor que se eche al arcén y abra la puerta. Echar a andar, hasta donde se llegue.
Llegamos a tiempo aún de las moras. Quedan unos días para recogerlas al paso y probarlas allí mismo, junto a las zarzas del camino, o reservar unos puñados para hacerlas en casa con leche y azúcar y un toque de canela, como hacía mi madre con las que le llevaba de aquella acequia misteriosa de mi infancia. Con las lluvias de primavera, la hierba y los zarzales han cegado algunos de los caminos por los que he paseado estos años. Quizá ya no pasa nadie por ellos. Qué fácil es el olvido: en un par de años, no quedará rastro de los senderos por los que se iba o venía, se olvidarán también los sueños y las vidas de los caminantes que los usaban. Nosotros mismos. Algunos secretos desprendidos al paso aguardarán debajo de las zarzas, abrazados por sus ramas.
Un conejo me salta casi a los pies. En las afueras de las ciudades, han proliferado estos años, pero nunca como este. Los he visto ya en las urbanizaciones levantadas sobre lo que eran los solares de las afueras.
Para saber si una mora está en su punto, basta con dar un ligero tirón: si se viene entre los dedos, ya está. No hay que forzar la rama. Si no está, hay que dejarla madurar unos días. Tomo tres o cuatro en la palma. Qué levedad y cuánto placer al saborearlas. Algunas, las mejores, han madurado en las ramas interiores y hay que rozarse con las espinas, como con tantas cosas en la vida.
¿Llegará un día en el que la floración y la sucesión de frutas no nos indique la estación del año como ahora? Tanto daño hemos hecho, que preferimos vivir en un mundo sin tiempo.