Recuerdo las manchas de los neumáticos en las manos y en los pantalones. Los niños de la barriada los usábamos para construir cabañas y espacios imaginarios junto a los troncos de árboles y ramas que el viento había derribado. Aunque no hubiera paredes ni techo, respetábamos los pasillos y las fingidas puertas. Eran nuestras normas y el juego quedaba impreso en esas manos manchadas, en las rodillas desolladas y en el olor a calle cuando regresábamos a casa buscando la cena.
Estoy fatigado: el mundo entero es un gran vertedero. Allá van los neumáticos de los automóviles, allá sanitarios de loza, azulejos blancos, maderas tronchadas, cenefas de corazones y ojos entristecidos de los cadáveres de animales muertos. De vez en cuando -qué sed de belleza-, una flor de alfalfa salvaje, un brote de amapola.
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