No puedo evitarlo. Si después de un tiempo en el que no las veo, en la panadería del barrio tienen torta de chicharrones, me traigo una a casa. Con algo de mala conciencia, pero vence el recuerdo del sabor de la infancia. Ya no vienen con el chicharrón decorando la torta, como solían. Un día me dijeron que porque ya estaba prohibido así y se prefiere mezclarlo con el resto de los ingredientes: manteca de cerdo, chicharrones, harina, levadura, azúcar y sal. En algunos casos, ralladura de limón. Esta que me he traído a casa hoy casi a escondidas viene de Ampudia, un hermosísimo pueblo palentino, y ha terminado sobre el mostrador de la panadería de mi barrio para que yo la comprara. Las que yo recuerdo de la infancia -aquellas que aún tengo instaladas en la memoria sensitiva- eran más del centro de Tierra de Campos. Qué buen pan en los pueblos de Palencia, la barra fabiola de tantos hornos, la barra de manteca de Torquemada, las variantes de pan candeal, las rosquillas de palo. Antes de empezar la torta, la emplato y ya llena la nariz a infancia. No sé quién dijo que la memoria nos viene, antes de nada, por el olfato. Así estoy yo ahora: las manos de mi madre, el mandil de dos bolsillos con el que iba por casa o iba a la compra a la tienda ultramarina de La Cañada y en el que yo refugiaba a veces mi cara, el olor a torta de chicharrones nada más abrir el capazo.
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