Hace cinco años me asomaba a este balcón sin ser consciente del tiempo que deberíamos permanecer en esta casa, confinados por la epidemia causada por el coronavirus covid-19. Recuerdo los momentos de temor y de incertidumbre, abrumado por las noticias y las informaciones sobre las cifras de muertos, la escasez del material sanitario disponible para evitar los contagios y la progresiva invasión de las teorías más extravagantes y los que buscaban desestabilizar y atemorizar a la sociedad, pero también esperanzado por los avances médicos, la lucha de tantos para combatir la enfermedad y sus efectos, la entrega de los que tuvieron que trabajar exponiéndose al virus y la confianza general de la sociedad en que saldríamos adelante con la cooperación mutua y el respeto a las normas, aunque algunas fueran difíciles de entender. Aquellas semanas en las que apenas se pudo salir a la calle también supusieron un extraño remanso de paz. Embarcado, como estaba, en mis cosas, tuve que detenerlas o derivarlas hacia las nuevas tecnologías que me permitieron seguir con mis clases, la participación en conferencias emitidas por internet o la divulgación de la literatura, pero desde casa. Por fortuna, en mi círculo más cercano no hubo nadie afectado por la enfermedad en aquellos momentos y yo mismo tardé muchos meses en contagiarme. Sin embargo, en la calle en la que me encontraba pasaban con frecuencia las ambulancias para recoger a enfermos o, peor aún, fallecidos. Recuerdo que cada día me asomaba a este balcón o al ventanal que da a la sierra de Béjar y contemplaba el paso del tiempo y cómo se alargaban los días. En la sierra, la naturaleza recuperó un vigor como hacía tiempo que no se conocía en estos lugares, ausente de nosotros. Sin darme cuenta, mi escritura se fue tejiendo de un diario de lo acontecido, de los viajes interiores y de mi contacto con la realidad y la cultura. Fruto de todo aquello publiqué con Eolas y Menos Lobos La metáfora del mirlo. Si lo releo ahora, me reconozco. El título hacía referencia a los mirlos reales que veía en el jardín que se encuentra en la parte trasera de la casa o que me encontraba en el campo cuando pudimos salir a pasear, pero también a uno que hizo su nido en el Cristo de la Inquisición del Museo de Valladolid cuando dejaron de entrar los visitantes. Eran estos mirlos una alegoría de la vida sin nosotros, pero también de nuestra propia extrañeza ante lo que nos ocurría. Nunca perdí la esperanza en los profesionales y en la ciencia. Solo la ciencia podía sacarnos de esa pandemia, como así fue. Fui también de los que pensaron que las circunstancias nos daban un momento para reflexionar sobre nuestra manera de estar en el mundo. Sigo pensándolo, aunque los que nos ha ocurrido desde entonces haya oscurecido el horizonte.
Recuerdo claramente la noticia de un pueblo de la India en el que, un día de aquellos, los habitantes se levantaron al amanecer y pudieron ver la cordillera del Himalaya, que solo los más viejos recordaban. A los más jóvenes, la capa de contaminación les había impedido contemplar hasta ese momento la silueta de aquellas montañas y el parón de la industria y el tráfico había despejado aquella nube. Se habrá cegado ya, pero aquella gente podrá recordar aún el año en el que vieron el Himalaya al despertar y salir a la puerta de su casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario