viernes, 19 de agosto de 2022

¿Qué revolución necesita el ser humano para dejar de envenenar y convertirse en un animal limpio? Estas semanas he viajado con José Saramago por Portugal.

 



Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre. El viajero vuelve al camino, dice José Saramago en la última línea de Viaje a Portugal, que he leído estas semanas, a pequeños sorbos, en traducción de Basilio Losada. ¿Es una guía de viaje? Apenas. El libro -creo que el único en prosa que tenía pendiente del autor-, es la crónica de un viaje muy personal en el que Saramago busca el patrimonio artístico más interesante de su país, pero termina reflexionando sobre las circunstancias históricas y sociales, el paisaje y su gente. Se puede usar como guía turística, pero acarreará decepciones al turista ocasional,  pero también grandes alegrías a quien viaje con ganas de sorprenderse. En realidad, es un libro con el que Saramago intenta comprender el país contándonos su experiencia viajera de norte a sur para llegar a reflexionar sobre su propia relación con el hecho de Portugal. No quiere ser un turista al uso (Viajar debería ser cosa de otro concierto, estar más y andar menos) y le interesa el trato o maltrato del patrimonio, las condiciones de vida de los lugares por los que pasa y cómo la modernidad va cambiándolo todo destruyendo una forma de vida y un concepto del mundo (el gran crimen cultural que se va cometiendo y dejando cometer), tampoco debe fijarse solo en lo superficial porque la crónica del viaje incluye, sobre todo, los recuerdos, pero no solo los recuerdos de las anécdotas.:

Es un viajero, un hombre que pasa, un hombre que, al pasar, miró. Y en ese rápido pasar y mirar, que es superficie solo, tiene que encontrar luego recuerdos de las corrientes profundas.

Hay cierta tristeza que recorre el libro, como si el viaje se emprendiera para ver por última vez lo que había antes de que la desidia permite que se desmorone o la modernización lo trasforme en algo falso, pero también hay consuelo y alegría y encuentro con otros seres humanos que merecen la pena y con la belleza. A todo ello tiene derecho el viajero solo porque es un ser humano, nada más. En el fondo, este viaje suyo, como todos los que lo son de verdad, es como la vida, que da y quita, que alegra y entristece, que fatiga y procura descanso.

De vez en cuando, como no puede ser de otro modo, aborda la relación con España, él que participó de las mejores propuestas del iberismo. Es constante la referencia a la batalla de Aljubarrota, que consolidó el reino de Portugal, el sentimiento de quebranto provocado por los Austrias españoles (tan lejos, aquella época histórica, del iberismo soñado desde el liberalismo decimonónico y el republicanismo del siglo XX). Le gusta que en Rio de Onor no se sepa bien dónde está la frontera y que los habitantes no la distingan en su vida cotidiana: A fin de cuentas: ¿Dónde está la frontera? ¿Cómo se llama este país, aquí? ¿Es aún Portugal? ¿Ya es España? ¿O solo Rio de Onor y solo eso? Asocia los lugares por los que pasa con escritores, artistas, hechos históricos, pero le llaman la atención las leyendas populares, las palabras de la gente y su modo de vida, los pequeños detalles. De vez en cuando, la prosa -siempre pulcra y exacta-, llega a la poesía más alta o reflexiona sobre la condición del lenguaje para ser algo nuevo:

Siente el viajero que una línea de palabras no sea una corriente de imágenes, de luces, de sonidos, que entre ellas no circule el viento, que sobre ellas no llueva, y que, por ejemplo, sea imposible esperar que nazca una flor dentro de la o de la palabra flor.

Y con eso consigue que el lector vea nacer esa flor en la página.

Aquí y allá deja constancia de su forma de entender el mundo (cuán relativo es el concepto de propiedad queriéndolo los hombres), el amor por su lengua, la crítica a los reyes y a las injusticias sociales, la necesidad de la memoria, y la casi total vinculación del arte con la religión. También sus gustos artísticos, la crítica de lo impostado y lo falso y una declaración de futuro basada en las energías limpias. Ahora, décadas después, resuenan más altas sus palabras al respecto: El hombre ha sido un animal envenenador; por excelencia, el animal que ensucia. ¿Qué revolución cultural será preciso acometer para que ascienda en la escala y se convierta en animal limpio?

El 16 de noviembre se celebrará el centenario del nacimiento de José Saramago, pero ¿seguimos leyendo a Saramago? En estos años de cultura banal, de ligereza literaria y de lectores insuficientes, ¿se lee a Saramago? Yo lo he hecho. He viajado con él por su tierra, por ese país que amo tanto, como un viajero callado, a su lado.

6 comentarios:

La seña Carmen dijo...

¿Dónde está la frontera?

Estar en Portugal es no salir de casa, y ¡tanto que aprender de ellos!

Emilio Manuel dijo...

José Saramago tiene mucho de Granada, su esposa/viuda y traductora, Pilar del Rio, es granadina, de hecho Saramago y ella vivieron durante un corto periodo de tiempo en su bello pueblo Castril de la Peña (zona norte de la provincia), donde se puso en funcionamiento una fundación que desapareció al poco tiempo, el hecho de que Saramago fuera Comunista no le ayudó en un Diputación facha y carca.
Las instituciones de Granada y la cultura no se llevan muy bien, a un poeta hace 86 años lo asesinaron "por maricón" y otro por defenderlo, hace unos años, tuvo que dejar la UGR, se llama García Montero.

El Deme dijo...

Portugal siempre merece una visita y, en este caso, una reflexión.

Sor Austringiliana dijo...

Excelente viaje por Portugal
con Saramago. Tengo pendiente hace tiempo: leer a Saramago y viajar a Portugal, lo primero más fácil, lo segundo más adelante, de momento...
Las fronteras, todas, debían ser así.

José A. García dijo...

Sí, esta año leí "La Viuda", y tengo leídas el resto de sus novelas. Se lo sigue leyendo, claro que menos que cuando vivía, pero todavía se encuentra allí.

Saludos,
J.

Doctor Krapp dijo...

Hay algo de Portugal que nunca será patrimonio del español medio, llámese saudade o llámese otra cosa y que está vinculado a la sensación de derrota y tristeza de ese pueblo elegante y siempre hospitalario, que no necesita ir por el mundo dando lecciones de superioridad o sentirse acomplejado por su condición ibérica.