En El rey burgués. Cuento alegre, Rubén Darío pone un marco al cuento que suele no tenerse en cuenta al comentarlo. El autor lo adelgaza tanto que parece restarle importancia y los lectores poco avisados caen en el engaño. Esta lectura parcial conduce a una interpretación que convierte el texto en un cuento de navidad similar al de la cerillera. Qué poco y qué mal se leen los marcos narrativos o los prólogos. En mis clases todavía he de insistir en que Don Quijote, por ejemplo, no comienza en el primer capítulo sino en el Prólogo de Cervantes: «Desocupado lector: sin juramento (...)». Todos hemos cometido ese pecado: saltamos los prólogos que los autores ponen a su propia obra y lo que pensamos preliminares sin darnos cuenta de que amputamos los textos. Leamos bien a Darío y más ahora que parece no estar de moda: «¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí: [...] ¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías... Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!». Darío busca un receptor ideal, ése que no se salta nunca esas frases y les presta suficiente atención.
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