La soberbia es la hermana brava de la envidia y prima directa de la vanidad. El soberbio piensa que nada hay que pueda hacerle sombra. Hay soberbios con obra y soberbios sin obra. Aquellos no serán modelo de nada, pero al menos no presumen sin aval. Algunos creen tener obra, pero es mentira. Existe, además, un tipo más despreciable de soberbio que se humilla en apariencia delante del poderoso: es servil con el fuerte y altivo con el débil, contra la fórmula tradicional. Yo conozco algunos que, como dijo un añorado profesor mío, tiran abajo la escalera por donde subieron, para que nadie siga sus pasos y porque desprecian a quien les ayudara a alcanzar el lugar ansiado puesto que sólo lo consideran un instrumento para hacer valer su mérito. Su justo castigo viene dado cuando otros hacen lo mismo con ellos, cosa que pasa cada día. El soberbio, como no concibe que nadie pueda ser mejor que él, no es leal ni cree en la amistad. Lo mejor que le puede pasar es morirse después de un buen éxito o en pleno esplendor de su plumaje. No hay nada más patético que un soberbio viejo: acaba solo y despreciado. Es como un Don Juan achacoso y arrumbado por el paso del tiempo. «Recuerda que eres mortal», les decían a los generales invictos que entraban en Roma. ¡Cómo les debía molestar esa frase a los soberbios! Ahora bien, peor lo lleva el soberbio cuando no le reconocen lo que él cree sus grandes logros o cuando desaparecen los aduladores de ocasión: piensa que todo el mundo está contra él. Bías contra Fortuna lo escribió un soberbio -el marqués de Santillana- contra otro soberbio -don Álvaro de Luna- al que quiso humillar ante la posteridad haciéndole, como personaje literario, pedir perdón de sus pecados antes de morir. Entre soberbios es costumbre este pago. Allá se anden ellos por esos caminos. Al final, todos acabamos en la misma tierra.
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