El otro día nos acercamos a comer a El Molino de Saldaña. Habíamos visitado la villa romana de la Olmeda, que es todo un ejemplo de cómo hacer bien las cosas por estas tierras en las que la desidia ha destruido tanto patrimonio. El restaurante se encuentra en un antiguo molino del siglo XIX, otro buen ejemplo de recuperación de un edificio con valor histórico e industrial. El inicio del otoño estaba siendo amable y nos permitió comer fuera, en el jardín, tan lleno de verdor gracias al arroyo y el canal de servicio de las antiguas muelas. Junto al canal, un peral cargado de frutos a punto de sazón y varias fuchsias. A mí, las fuchsias siempre me han parecido exóticas, como recién llegadas de un mundo de hadas, lo que no arregla su nombre popular, pendientes o zarcillos de la reina. Así se las conoce por razones obvias. Aparte de exóticas, nunca consigo sacar sus matices de color en las fotografías. Quizá sea yo, que no dejo de ver algo de impostado en su exhibición de formas. Me pasa también con las rosas rojas y, sobre todo, con las amapolas, aunque estas me acompañan desde la infancia.
El día fue plácido y terminó comprando queso en Villerías de Campos, de ese queso castellano de oveja que yo identifico siempre como queso sin más. Cosas del gusto y del hábito. Villerías de Campos es un pequeño pueblo de unas decenas de habitantes estables, en el camino de una de las llanadas más hermosas que existen, entre Palencia y Medina de Rioseco (Ampudia, Valoria, Montealegre), aunque para llegar a él tuvimos que pueblear algo por las antiguas carreteras comarcales no siempre en buen estado. Lo compensaba la proximidad de la naturaleza, como si las circunvalaciones de las ciudades no existieran. Tierra de castillos y buen queso tradicional, con matas de encinares, conejos, corzos y jabalís, algunos lobos y zorros. Arriba, algún cernícalo, quizá un ratonero y torcaces.
El campo no otoña todavía y ya lo voy echando de menos.
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