martes, 26 de agosto de 2025

Sin futuro

 


Una de las características más destacadas de la época actual es la destrucción del futuro. Del futuro como concepto esperanzador, digo. Me refiero a un concepto de futuro que no te paraliza ni te conforma con el presente, que no te llevaba a aceptar sin más tus circunstancias y, por lo tanto, alejado de la promesa religiosa de otra vida mejor a cambio de aceptar el presente como una prueba que envían los dioses. No aludo a ese futuro inmediato lleno de satisfacciones materiales (cada vez más inmediato), que es el sueño o la realidad actual de casi todos.

Somos una cultura sin la noción de futuro. En nuestra época todo es presente, presente líquido. Como ocurre en internet, en donde todo sucede ahora, lo que altera la sensación de historia: no es que la historia haya terminado, es que no existe. Viejos tópicos como dejar a nuestros hijos un mundo mejor o pensar que nuestras acciones tendrán efecto en los que nos sucedan en unas cuantas generaciones han perdido influencia en el imaginario colectivo. No nos importa ya qué efectos tendrá en el clima de dentro de un siglo lo que hacemos o las consecuencias de que se pierdan los valores de la democracia, la justicia social o los derechos internacionales. Hemos destruido la credibilidad de las pocas instituciones que trabajan en favor de todos estos valores y su extensión en el mundo. Frente a ello, el presentismo egoísta, en su feroz rostro del consumismo, es la nueva religión.

Somos una sociedad sin futuro. De ahí que el mundo se nos presente como una distopía terrible, que tememos, pero preparamos porque la damos por cierta, incapaces de generar utopías por mucho que sepamos cuáles son los caminos correctos que debemos transitar como sociedad. Como individuos, quizá sea tiempo de cultivar el propio huerto, como proponía Voltaire para los tiempos convulsos. Ahora bien, ya no hay forma de proteger ese huerto de las inclemencias globales. Es la diferencia entre 1759 y 2025. Qué difícil ver una salida hacia el optimismo.

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