Había en el suelo una rama rota de almendro. Recogí los almendrucos y me los eché al bolsillo, a pesar de que aún falta un poco para que la almendra esté madura. Ya lo he contado: el primer beso que me dieron fue bajo un almendro en flor y yo apenas salía de la infancia. Voy pensando que es el único que he recibido sin que se esperara nada de mí a cambio (el más puro, el beso por el beso mismo). Nevaban flores de almendro y ella me miró primero, antes del beso. Se quedó parada un momento, contemplándome, antes de acercarse. Tardé en comprenderlo todo. El caso es que he recogido los almendrucos y ahora los sostengo sobre la palma de mi mano, irregulares. Los observo intrigado, sin decidirme a abrirlos para comprender su sazón. Con miedo, incluso, por si, al abrirlos, hasta ese beso perdiera la pureza con la que lo recuerdo, contaminado por todos los otros que vinieron más tarde. ¿Y si alguno de estos frutos contuviera la esencia de aquella estampa, como esos recuerdos que se guardan en una caja envueltos con papel de seda? ¿Y si al abrirlos se esparcieran por el aire todos los pétalos blancos y las hormigas aladas?
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