Del balcón de calle Júcar
colgaba tu gitanilla
enredándose en la luna;
enamorado, mi niña,
dicen que no tengo cura.
Andaba yo buscando unas gitanillas para la galería de mi casa y esta mañana se predispuso todo. Salí a andar por andar, desde la calle de la Fuente amarga -sobre la que tengo hecho un poema para mi próximo libro, no me digáis que el nombre no lo merece- y seguí por el camino Hornillos. Hacía frío a primera hora, ese fresco de cuando la primavera se revuelve y mira a sus espaldas, buscando el invierno. En esa frontera entre la ciudad y el campo la hierba se ha desmelenado tras las últimas lluvias y los días de calor. Verdea la grama, el fresco cardo, los nuevos gordolobos. He visto dientes de león en flor y en vilano, margaritas silvestres, tímidas amapolas, panecillos crecidos con hermosas flores rosas. Mi infancia trascurrió en esa frontera, más bien en el lado del campo: la ciudad era la ciudad y yo no estaba en ella, ni siquiera en un barrio. A doscientos metros llegaba la cañada real, ancha y recién asfaltada, y las dos hileras de casas molineras construidas ilegalmente; a diez minutos, el barrio de la Rubia y el quiosco del señor Pepe en donde me gastaba la paga en tebeos. A veces he dicho que soy un chico de barrio, pero ni eso. Quizá poniéndome de puntillas veía la ciudad, pero lo mío era un descampado cerca de una acequia. Quizá por eso me atraigan tanto esas fronteras de la ciudad y el campo, a pesar del abandono que suelen tener: barrios degradados, afeados y sucios, caminos con escombreras. Pero también paredes pintadas con amor por la mano de sus dueños, ingeniosos arreglos de las cosas rotas y algunas tascas de barrio con cervezas bien frías tomadas del botellín y tapas de siempre (gambas a la plancha, aceitunas negras con cebolla y pimentón de La Vera, pinchos de bonito en escabeche con su guindilla y su aceituna).
Al regreso de andar por andar, que me iba en los recuerdos, en la esquina de un polígono encontré una nave con plantas recién traídas del vivero, tan recién traídas que eché una mano para descargar la furgoneta, por echar un párrafo y saber cómo están los temas por allí. Y ahí estaban, al fondo de la furgoneta: gitanillas de flor rosa, lila, violeta. Compré dos aunque solo iba a por una. En casa, al sacarlas de los aros protectores se me cayeron dos flores, que aquí os dejo junto a la letra de un fandango que me salió del tirón. Y es que esa es otra de las cosas que tengo: que soy un chico de frontera -ni de barrio siquiera, que de barrio me hicieron cuando se crecieron las ciudades- y alguien que en cuanto puede se tira al monte por el romance y las copillas, la rabelada, la soleá, la seguidilla, la granaína y el fandango. Y que por eso practico tanto el endecasílabo y sus hermanos menores, para salirme de mi natural y que no digan. Pero de vez en cuando escucho al Cabrero, al Arcángel o a cualquier alosnero que se arranque. Qué le voy a hacer, algún vicio tenía que tener.
4 comentarios:
¿Tu no eres castellano viejo?, quita lo de viejo y digamos de pura cepa.
Te ha pegado bien el sol del sur, el olivo y la marisma.
¡Hermoso texto con fandango incluído!.
Una de las cosas que me gustan de ti
-te lo he dicho antes- es que nunca
olvidas quien eres ni de donde vienes,
no importa cuan lejos o alto llegues en la vida.
Y eso, mi amigo, significa que tus raíces son fuertes
y tu tronco y copa, auténticos.
¡Qué gran homenaje a tus padres!
Besos
¡Qué bien, Pedro, qué bien leerte así, con los recuerdos, las coplillas y demás alegrías de la vida!
Gracias por estos momentos.
Besos.
;)
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