Mi abuelo paterno tenía una huerta que lindaba con las tapias del cementerio. Hasta allí aun no llegaba la ciudad y el cementerio imponía silencio a los pocos que pasaban junto a él, camino siempre de otro lugar. En verano, cuando apuraba la luz del sol para trabajar mejor la tierra con el frescor del atardecer, sólo oía las chicharras que anunciaban ya el final de lo urbano. Hasta las noches de un verano. Mi padre aun recuerda aquellas en las que los disparos de madrugada anunciaban el hallazgo de los cadáveres aun calientes de los represaliados, puestos en fila frente a las tapias. No sé qué pensaría mi abuelo, al que apenas conocí, pero supongo que se agarraría con la mirada a los surcos de esa tierra para sobrevivir. A veces hay que agarrarse con mucha fiereza a la tierra y esperar de ella el renuevo vital de cada temporada.
Mi padre, siempre que ha tenido oportunidad, se ha hecho una pequeña huerta o un jardín que ha trabajado en los ratos libres. El olor de la hierbabuena, de las primeras rosas, de la tierra recién regada... Aun recuerdo el sabor de esa fruta y verdura y el esfuerzo metódico de mi padre al cultivarlas y regarlas. Y su amplia sonrisa cuando aparecía por casa con los primeros tomates, las primicias de las cebollas o unos cogollos de lechuga.
Este fin de semana he cogido entre mis manos, por primera vez desde hace veinte años, un azadón y, como si mis músculos renovaran este compromiso con la tierra, he ayudado a cavar un pequeño terreno, quizá buscando las razones de la mirada de aquel abuelo al que apenas conocí o el recuerdo de la espalda de mi padre, curvada al sol, trabajando la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario