A veces el cuerpo se nos queda vacío de todo. Alguien, algo, nos arranca todas las vísceras de cuajo, o así lo sentimos. Somos entonces como aquellos edificios que un día tuvieron vida intensa, ruidos de pasos y algarabía de niños -como el colegio de la fotografía- pero que el paso del tiempo y la especulación vaciaron por completo. Y vino el silencio. Luego, una mano aleve arrojó la primera piedra contra una ventana y el ruido de los cristales rotos animó a una segunda y a una tercera. No importa que la causa esté más en nuestro interior que en lo que nos rodea, no importa que a nuestro lado tengamos a quien nos ama y sufre viéndonos así y más aun porque ni lo vemos. No miramos más que nuestros pasillos solitarios, las señales del hurto de nuestra alma y los destrozos cometidos en el saqueo. No admitimos nada, no queremos más que oír el eco de nuestro dolor en nuestro cuerpo despojado, como el eco de las voces de los niños en las escaleras abandonadas.
Rafael Alberti contó con precisión una parte de ese sufrimiento en un poemario espléndido de vanguardia: Sobre los ángeles (1927-1928). ¡Qué poca poesía leemos cuando es el verso quien mejor nos retrata! En este libro hay un capítulo, Huésped de las nieblas y dentro de él un apartado, El cuerpo deshabitado, que nos cuenta nuestra propia tragedia. Aunque Alberti relataba una crisis espiritual de otro tipo, hoy me va a ser válido apropiármelo:
Yo te arrojé de mi cuerpo,
yo, con un carbón ardiendo.
-Vete.
El uso de la imagen bíblica, en la que coinciden ahora la voz poética con el ángel de la espada llameante, se hace urbana:
Madrugada.
La luz, muerta en las esquinas
y en las casas.
Los hombres y las mujeres ya no estaban.
-Vete.
¡Qué sencilla expresión de la soledad más terrible: Los hombres y las mujeres ya no estaban! Y la brutalidad de la sensación en la que el ser humano se cosifica:
Quedó mi cuerpo vacío,
negro saco, a la ventana.
Y la angustia por la expulsión de nuestro ser más íntimo, desterrado del paraíso más profundo:
Se fue.
Se fue, doblando las calles.
Mi cuerpo anduvo, sin nadie.
Qué sensación de no tenernos a nosotros mismos, de rotura interior, de frío de madrugada. ¿Cuándo perdimos la mano que tenemos ahí mismo, al lado, sin verla? ¿Cuándo se rompió todo? Mientras tanto, nuestro cuerpo ha quedado expuesto al viento, en la ventana, como esa ropa de cama que la gente orea y que parecen las lenguas muertas de nuestro interior. O, peor aun, camina sin nosotros mismos, como un autómata sin sentido.
2 comentarios:
Ese uso nada alevoso de "aleve" me ha hecho sentirme privilegiado por haber tenido la suerte de tener dos buenos profesores: Uno de lengua y otro de literatura.
Recuerdo nitidamente al profesor de literatura leyendo a Ruben Dario, con un aire suave: "..bajo el ala aleve del leve abanico..."
Perdon por lo intempestivo de la entrada.
¡Amoroso pájaro que trinos exhala
bajo el ala a veces ocultando el pico;
que desdenes rudos lanza bajo el ala,
bajo el ala aleve del leve abanico!
Nada intempestivo, Blogófago.
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