A la vuelta de de clase, esta mañana, me acodé, pensativo y triste, en el petril de este puente. El Arlanzón, abajo, corría espumoso y limpio hacia su destino. Contemplé, durante largo tiempo, el agua. Sé que no sólo ellos lo cruzaron desde su construcción en el siglo XII, pero a ellos les debe el nombre. Los leprosos, que eran arrojados por la ciudad al Hospital vecino, seguro que hacían guardia a ambos lados para pedir limosna a los peregrinos. ¿Cuándo hemos dejado de tratar al apestado así, desterrándolo de nuestro lado, si es que hemos dejado de hacerlo? No solemos querer a nuestro lado lo que puede contagiarnos, y mucho menos cuando el enfermo está llagado y en su rostro se observan las huellas de su mal. Sin embargo, cómo ignoramos esas otras llagas que no vemos, las que todos llevamos dentro. Bajé a la orilla y mojé mis manos en el agua fría. Me refresqué el rostro. Cuando Rodrigo Díaz de Vivar caminaba por aquí, no existía este puente, quizá uno anterior más rudimentario, pero él también hubo de encontrarse con un malato según canta su leyenda -que no su historia- haciéndolo ejemplarmente santo en textos que nacen en el Cantar de Rodrigo, pasan por el romancero y llegan, a través de Guillén de Castro y la literatura francesa, a Rubén Darío. Me sequé con el pañuelo, y volví a mirar la corriente. La de Rodrigo es una bonita historia falsa que se hizo necesaria porque la gente necesita creer que hay almas nobles en un mundo tan hostil. Alguna, sin embargo, se encuentra.
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