España y Portugal sufren una de las mayores oleadas de incendios forestales de su historia que coinciden con el intenso calor de agosto, como no se recuerda. El fuego ya ha entrado en uno de los espacios más intensamente grabados en mi memoria, el valle del Ambroz, y las columnas de humo se ven desde Béjar. En Puerto de Béjar han comenzado a caer pavesas. Si cierro los ojos puedo recorrer con la memoria muchos de los senderos ahora amenazados. Leo y escucho las soluciones fáciles de los oportunistas, circulan por las redes sociales y los teléfonos móviles imágenes falsas y bulos, como ha ocurrido en todas las desgracias naturales, epidemias y conflictos sociales de la última década. También muchos testimonios de los afectados, cuyo dolor e indignación debemos acoger. Exijamos que, con ellos, las administraciones competentes cumplan su función. El comportamiento de las brigadas y voluntarios que combaten el fuego es heroico y va mucho más allá de su obligación. No hay solución fácil porque las causas son múltiples. La cuestión debe abordarse desde muchos ángulos y nos afecta a toda la sociedad. El campo que se incendia no es solo un lugar para hacerse fotografías para las redes sociales con los girasoles, la lavanda y los cerezos florecidos, ni un espacio para invadir y maltratar los fines de semana y las vacaciones. Acoger ahora los discursos fáciles de algunos oportunistas sería irracional, pero este mundo se ha echado ya en manos de las vísceras cuando más hace falta la razón.
Javier Celán, gran artista de la fotografía y autor de películas en las que la imagen y la poesía se unen hasta hacerse la misma cosa, me entregó el otro día una copia de la fotografía de mi madre que habíamos usado para un cortometraje en el que he colaborado y que se estrenará en breve. Es un corto que tiene mucho que ver con este sentimiento doloroso que provocan los incendios en los bosques. En él el monte es parte de la experiencia del ser humano. Tiene razón Javier con sus metáforas visuales: el bosque es lo que nos hace humanos, en realidad, porque lo llevamos dentro. Nuestra relación con él nos define y de él nacen muchos de nuestros relatos ancestrales. Alejarnos del bosque nos hace menos humanos.
Hay algo que no queremos entender porque nos hemos desconectado de la naturaleza desde hace unas décadas. Cuando usamos el concepto de bosque primigenio, casi siempre erramos. Existen muy pocos bosques primarios en el mundo. La mayoría de las masas forestales que conocemos, incluso las más intrincadas y densas, son producto de la labor humana. Los bosques de castaños que se han quemado en las Médulas no han estado allí siempre, sino que fueron plantados, explotados y delimitados desde la romanización de la península (parece incorrecto pensar que el castaño no existía antes en España, pero no a ese nivel de explotación), como también son obra humana el Castañar de Béjar, las extensiones de fresnos, tan relacionados como la ganadería, o los grandes pinares de mi tierra. Los últimos descubrimientos han demostrado que gran parte de la selva amazónica es producto de la selección y trabajo de los seres humanos que la habitaron hace cientos de años. No cuidar estos bosques como debemos define nuestra época.
Javier Celán me entregó la fotografía de mi madre envuelta cuidadosamente con un papel rojo. No me dijo qué era y al retirar el envoltorio y ver el rostro de mi madre me conmoví tanto que tuve que tomar aliento. Hace unos días se cumplieron seis años desde que no puedo abrazarla como hacía en los últimos años de su vida, tan pequeñita y frágil, pero con esa entereza que le hizo superar todo (una infancia de la postguerra, el trabajo infantil, la pérdida de la primera hija, la privación de tanto para darnos todo a los hijos), excepto la muerte de mi padre. Protestaba mucho cuando la estrujaba, porque le quitaba el colorete o la despeinaba, pero aún conservo la dimensión exacta de su cuerpo en el abrazo que yo sostenía durante segundos hasta que conseguía que riera. Javier me entregó la imagen trabajada como una prueba de autor a partir de una vieja fotografía deteriorada que yo conservaba y que usamos en la película. Veo ahora a mi madre muy joven, bellísima, no permitiéndose sonreír del todo, como si anticipara algunas de las muchas tristezas que le iba a deparar la vida, como si supiera que la felicidad de los humildes siempre es castigada. La oreja izquierda despejada, de la que pende el único adorno que necesitaba. ¿Qué edad tendría entonces? Menos de veinte, calculo. Javier ha titulado la imagen La paloma de Santa Clara, como la conocían en el barrio vallisoletano en que naciera. Mi padre le llevaba seis años y, por entonces, lucía un bigotillo de artista de cine que le hacía muy atractivo. Una pareja muy guapa.
Tengo encogido el estómago. Gracias al cortometraje de Javier Celán, la imagen de mi madre se instaló como un poema en los paisajes que tanto han significado en mi vida los últimos años, ahora amenazados por el fuego. Desde el otro día, me adentro en mi propio bosque, para escuchar el picapinos lejano y el rumor de los regatos que buscan el valle. Ojalá el incendio no llegue hasta la sierra de Béjar porque yo ya llevo un incendio dentro que tardaré mucho en apagar. No puedo despedirme de tantas cosas.
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