Veo pasar un tren cargado de automóviles recién salidos de la fábrica. En sentido inverso, otro tren de mercancías. Hay un ritmo en el lento encuentro, tac tac. Una base musical sobre la que construir una vida. ¿La de quienes ocuparán esos automóviles dentro de unos días? Quizá solo la mía, mientras los observo pasar.
Una de las cosas más llamativas en los últimos tiempos es la pérdida de la urbanidad. En todos los ámbitos: en el trato personal, en la literatura, en la política. Una cosa debería ser no caer en la trampa social de los convencionalismos y otra la pérdida de la cortesía. No nos damos cuenta de que al soltar las furias ya no las dominamos y se nos pueden volver en contra. Me sorprende la ingenuidad de algunos que utilizaron la actitud bronca para hacerse un hueco y ahora se sorprendan de que se les responda de la misma manera, como si tuvieran el patrimonio de la falta de respeto. También de aquellos que pensaron que se comprendería su teatrillo, que era todo ficción. También me sorprenden mucho los que aplauden al que tiene como armas la bronca y el mal gesto, el acoso y la mentira. A la bicha no se la controla. Si uno grita otro grita más.
En el arte, el grito siempre ha sido una herramienta: de compromiso, de desesperación, comercial. Usada en su medida es magnífica. Como ahora gritan todos, si todos gritan, nadie grita. Como ahora todos gritan, lo más revolucionario es bajar la voz. El grito ya no es un mensaje ni trasmite mensaje. En el ruido no hay nada.
No termina de pasar el tren, tac tac.
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