Me desperté neblinoso y entumecido y tuve que hacer un esfuerzo para salir de la cama. Cuando despierto así, me miro el cuerpo desnudo en el espejo y me recito a Rodrigo Caro, campos de soledad, mustio collado. No puedo resistirme a que la decadencia me ponga barroco y un punto dariano, caído el templo y la columna rota, saltando de un tipo de endecasílabo a otro, pero esto son quisicosas de poetas de antes, que a los de ahora, con poner tonillo al final del renglón les basta. Está la poesía cubierta de amarillo jaramago. Allá se entiendan los acentos del endecasílabo mientras consigo enderezarme, no hay mayor desconsuelo que la lástima. Después del primer alivio y desayunarme, por las ventanas apuntaba una luz extraña en un amanecer difuminado. La ciudad despertaba como yo, entumecida y neblinosa en este día de fiesta. Salí con la taza de café a ver amanecer y me dio por octasilabear, que me suelo negar esta inclinación mía para que no me arrastre:
Cuando amanece con niebla,
si sale después el sol,
que amanezca como quiera
mientras amanezca yo.
Mientras la ciudad decidía si se estiraba o no, recordé que me debía una fotografía del saucegatillo junto a la acequia, sus flores azul purpúreo se me habían resistido hace unos días, y me calcé las botas. Es bueno salir de casa con una ilusión, sea la que sea, y esta es como otra cualquiera, pero hoy es la mía. Llevo unos días cultivando ilusiones ajenas y asolando las mías por no ver sus ruinas.
Fue un acierto: esta luz neblinosa de la mañana pintaba los colores. Le cazaste, viejo, ya está el saucegatillo en la galería de imágenes. Cumplida la ilusión, seguí el paseo buscando las hijuelas de la acequia y los canalillos de riego abandonados. Territorio difícil, que ya no es campo y todavía no es ciudad. Grandes fincas abandonadas en las que se asilvestran los cereales y descuellan algunos girasoles extrañados al verse tan solos. Un huerto abandonado cercado aún por contraventanas y puertas de madera y vallas de alambre agujereadas por los conejos. Aquí y allá, escombreras. En una granja venida abajo, se acumulan los palés. Todo encajonado entre las vías del tren de alta velocidad y la trinchera de la carretera de circunvalación, pero en el corazón una chopera que juega a las luces y las sombras, como si el misterio existiera.
Dejo de respirar para escuchar y surgen las aves, que cantan lentas y otoñales. ¡Si se pudiera dejar de respirar un par de horas para oír mejor! Sobre mi cabeza, a mucha altura, un aguilucho cenizo chilla. Quizá el calor de estos días le haya llevado a retrasar la migración o avisa que ya se marcha. ¿De dónde viene este picapinos que se afana tanto? Buscándolo, regreso al cauce de la acequia y descubro los restos de un turón entre la hierba, nunca había visto uno tan de cerca. Sí a su descendiente domesticado, el hurón. Recuerdo que una medio novia tuvo que cuidar uno que pertenecía a su hermano durante un tiempo, curioso e inquieto. El hurón, digo, no el hermano, al que no llegué a conocer porque aquello no duró tanto. Han proliferado los conejos por las afueras de la ciudad y te saltan a los pies, ya ni se extrañan de nuestra presencia. Los cazan los turones, pero a este le cazó otro. Supongo que un perro, porque si hubiera sido un zorro se lo hubiera comido.
Lo que fue la entrada principal de una finca es ahora un gran campo de cardos secos. Junto a un moral despeinado, una silla desvencijada espera inútilmente a su dueño. En un camino, explotan ya las bayas del espino albar, rojas aunque no nieve, por no hacer traición a su naturaleza. Hay una docena de ellos, cuidadosamente plantados a un par de metros de distancia unos de otros. Crecen ahora a su albedrío, ya nadie les da forma. Es hora de regresar buscando el café de media mañana. Como las cafeterías del polígono están cerradas hoy, busco la primera del barrio. Me sonríe la camarera y me pregunta si prefiero un minicruasán, una pulguita o unos churros, con el café cortado. Miro el reloj, aún no son las once. Churros, claro. Le devuelvo la sonrisa y salgo a la terraza. Se ha despejado el día.
3 comentarios:
Como decía el poeta y cantaba Serrat, todo pasa y todo queda.
Amanece que no es poco, te salvaron los octosílabos. Los endecasílabos pueden ser muy deprimentes, es mejor huir de los mustios collados, que tal vez las Itálicas no fueron tan famosas. Los saucegatillos te quedaron muy guapos, junto con el paseo y los churros te fueron disipando. el chatarramen, al parecer. A paseo la niebla.
Largo escribiste, feliz jueves con trazas de lunes.
Es bueno salir de casa con una ilusión, con una meta... Rara vez se vuelve a casa sin haberla colmado.
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