El puente de Torquemada tiene un trazado sinuoso para salvar el río Pisuerga. Por allí debió entrar José Zorrilla en la localidad en febrero de 1846. Casi al final del puente, a su derecha, pudo contemplar un imponente molino de cinco piedras. De frente, la iglesia parroquial de Santa Eulalia, en donde reposaron varios meses los restos mortales de Felipe I de Castilla, el Hermoso, en una de las etapas de aquella extraña peregrinación que lo condujo por tierras de Castilla para cumplir su petición de ser enterrado en Granada. Cuenta la leyenda que la reina Juana ordenó que ninguna mujer entrara en la iglesia porque quería a su esposo para ella sola. Algunos dicen que no fue allí donde esta muestra de enajenación de la reina sucediera sino en el convento de las Bernardas de Santa María del Escobar, en el cercano pago del Monjío, y que diera la orden para alejar a Felipe de las monjas, pero ese día no estaba Zorrilla para esas disquisiciones históricas. La estancia de la reina fue más larga de lo previsto porque allí le sobrevino el parto de su última hija, Catalina, que llegara a ser reina de Portugal. Pero también hubo de acortarse porque se declaro una epidemia de peste en la población.
Zorrilla iba a cumplir 29 años y llegaba desde París. Ya era uno de los escritores españoles de mayor fama de España, en pleno triunfo desde que se diera a conocer ante la tumba de Larra en 1837. En 1844 había estrenado su Don Juan Tenorio, el drama que, pasando algún tiempo, le otorgara una definitiva plaza en la literatura universal, se habían publicado varios volúmenes con su poesía y sus obras se representaban con éxito en los teatros de toda España. En París estaba en tratos con la editorial más importante de Europa, Baudry, se relacionaba con los grandes escritores franceses de aquellos tiempos y, sobre todo, disfrutaba de su condición de escritor, lo que había querido ser desde siempre, sobre todo desde que un día del inicio de verano de 1836 huyera de esa misma villa en la que ahora entraba. Había sido expulsado de la Universidad de Valladolid y temía con razón la reacción de su padre. Pudo más el miedo a enfrentarse a un padre rígido y severo, de ideas absolutistas, que había ejercido con mano dura el cargo de supertintendente de la policía en Madrid en los tiempos de la Década Ominosa de Fernando VII. Robó una yegua y no paró hasta Valladolid. Había decidido ser libre, ser escritor y hacer su propia vida rompiendo con la familia asumiendo todas las consecuencias. Tenía solo 19 años y todo el futuro por delante. En Valladolid vende la yegua robada y con el dinero se paga el pasaje a Madrid.
Diez años después regresa a Torquemada. Las relaciones con su familia no habían mejorado. Su padre no podía entender aún las razones para tirar sus estudios por la borda, que se dedicara a la literatura como profesión, que tuviera una vida desarreglada y que se hubiera casado con una viuda mayor que él. Nada de su hijo le gustaba ni admitía como compensación el rápido e innegable triunfo que había obtenido.
Zorrilla regresaba a Torquemada, en donde se encontraba la casa solariega de la familia, en la que había pasado largas estancias veraniegas de niño. En la iglesia de Santa Cruz de esta localidad palentina había situado el cuento en prosa La mujer negra o una antigua capilla de templario, con el que inauguraba en 1835 sus colaboraciones en El Artista, la más importante revista del romanticismo español. El cuento es propio del romanticismo, lleno de misterios y truculencias y podría haberse localizado en cualquier lugar pero Zorrilla imagina la historia en los lugares que conoció de niño y que estaban vinculados a su propio conflicto familiar.
La madre de Zorrilla había enfermado unos meses antes -en septiembre hizo testamento- pero nadie le escribió para advertírselo. A París le llegó una carta de su padre que, en tres líneas le despachaba la noticia del fallecimiento de doña Nicomedes en Torquemada y le pedía que regresara sin pedírselo directamente, de una forma abrupta que ponía de manifiesto el difícil trato que había entre ambos. Zorrilla no lo dudó. Rompió los contratos, zanjó los negocios abiertos en París y marchó hacia Torquemada.
Es dífícil de comprender lo que podía pasar por su cabeza al cruzar el puente de Torquemada, camino de la casa familiar. A su padre le había avisado de su llegada a través de una carta fechada en Burgos el 8 de febrero. Se ponía a su disposición y le proponía pagar todas sus deudas y ayudarlo con sus problemas ante el gobierno liberal. Durante semanas soñó con retirarse a vivir en Torquemada, ampliar la casa, alejarse de la corte y de la vida que había llevado hasta ese momento. Zorrilla fue una persona emocionalmente dado a la inestabilidad, entregado a los afectos. Quizá en su propuesta viera la oportunidad de recuperar a su padre pero haciéndole ver que había triunfado por sus propios medios. Pero la convivencia debió ser difícil y aunque regresó en algunos momentos puntuales a Torquemada, su idea de refugiarse en la casa solariega no se llevó a efecto. Volvió de nuevo en octubre de 1849, cuando recibiera la noticia del fallecimiento de su padre, que tampoco lo llamó a su lado al sentirse enfermo. Su vida se rompía. Sus éxitos y fama no hacían más que crecer pero la inestabilidad emocional también. Sus padres habían muerto sin demandar su presencia, el matrimonio con Matilde estaba completamente roto. Zorrilla estuvo de nuevo en Torquemada desde octubre de 1840 hasta mayo de 1850 y allí se encontró con la enorme frustración de tener que vender la casa familiar por las deudas contraídas por el padre, de las que se hizo cargo. Desde ese momento, la vida de José Zorrilla fue una huida constante hacia adelante: marchó de España, estuvo en Francia, en México, en Cuba. Tardaría en regresar.
Torquemada fue un recuerdo constante para Zorrilla. Por una parte, los veranos de la infancia, los recuerdos de la casa solariega y la ilusión de una vida tranquila; por otra, el dolor asociado con el recuerdo de la ruptura familiar, de la muerte de sus padres. Aspectos de una biografía apasionante, moderna y que debe ser leída con mucha mayor atención de lo que ha sucedido hasta ahora, por lo general.
De todo eso y de algo más hablé ayer en el Salón de actos del Ayuntamiento de Torquemada, en los actos organizados por esta corporación para conmemorar el bicentenario del nacimiento de Zorrilla. Agradezco las atenciones prestadas por el alcalde, el teniente de alcalde y la concejala de cultura de Torquemada y por Paz Altes, que presentó el facsímil de Zorrilla: su vida y sus obras, el estudio de Narciso Alonso Cortés recientemente publicado por el Ayuntamiento de Valladolid. Fue un día muy agradable en una localidad castellana llena de interés para cualquier viajero que quiera pasar un tiempo entre su gente.
7 comentarios:
Lo bueno demuestra su calidad con el paso del tiempo, por algo se lo sigue recordando.
Saludos!
J.
¡Un molino de cinco piedras! Boquiabierta me he quedado.
Sobre Juana la Loca, imprescindible el libro de Mery Varona Juana I de Castilla. La reina cautiva (Mujeres olvidadas n.º 1).
Como nos dijiste, la vida de Zorrilla da para muchas novelas. Y hay mucho Zorrilla después del Tenorio.
Excelente post( o que é habitual) e mais uma vez tenho que agradecer teres aumentado os meus conhecimentos.
Fuerte abrazo, amigo mio
Una vida más que movida. No conozco ese pueblo, Torquemada. Los hijos, las hijas, una vida tranquila, el recuerdo de la infancia, los veranos tranquilos... la vida se repite.
Un abrazo
Me encantó este pueblo con su río y con su puente, a pesar de su desafortunado nombre.
Besos
¡Qué biografía más interesante la suya!
Estoy deseando comprar "El Libro". Creo que
será lo primero a mi llegada a España, antes incluso
del ibérico y mi cervezas en Santa Ana :-)
Besos
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