Discurso pronunciado
como padrino en la ceremonia de graduación de la V promoción del Grado en
español: Lengua y literatura, de la Universidad de Burgos (22 de junio de
2017)
Sr. Vicerrector de Cultura, Deporte y Relaciones Institucionales, Sr. Decano de
la Facultad de Humanidades y Comunicación, Sr. Coordinador del Grado de
español, Sra. Directora del área de Literatura española, queridos alumnos graduados, compañeros, amigos y familiares:
Recuerdo el árbol del
amor en el pasado mes de septiembre, agostado tras el verano. Cuando fuimos a
visitarlo al inicio del presente curso, en una de nuestras clases, dudé si ya
estaba muerto o si aún quedaba la esperanza de que floreciera de nuevo, como el
viejo olmo de Antonio Machado. Como él, lo anoté en mi cartera y os pedí que lo
recordarais.
Su apariencia era la de
un árbol enfermo, en la parte final de su vida. Nos acabábamos de trasladar a
las nuevas dependencias de la Facultad y aquellos días lentos con un sol
todavía intenso invitaban a dar clase fuera del aula y yo no podía resistirme a
vuestras ansias de luz. ¿Os acordáis del humilde árbol del amor, detrás de la antigua capilla, en el jardín trasero de este espacio que fue en su día Hospital
Militar y que por fortuna podemos disfrutar nosotros ahora? Floreció en abril,
al inicio de la primavera. Sus flores, de un intenso rosa, brotan antes que las
hojas y marcan un fuerte contraste con el marrón oscuro y envejecido de los
frutos, las legumbres que permanecen en el árbol desde la temporada anterior. La
explosión sorprendente del color sabe al renuevo de la luz, a una juventud que
exige ser mirada reivindicándose frente al tiempo de invierno. Lo nuevo junto a
lo viejo, el color del fruto ya oxidado por el frío y la lluvia y la sonrisa
fresca de los racimos de flor. Todo un símbolo de la Universidad. Pero los árboles no saben de metáforas: la naturaleza
cumple sus ciclos con feraz perseverancia.
Los expertos hablan del
Trastorno por déficit de naturaleza, un término definido por el periodista y
escritor norteamericano Richard Louv en su libro El último niño en el bosque, publicado en 2005, en el que denunciaba
uno de los males de nuestra sociedad, que tiene varios retos de primer orden
que resolver. Entre ellos este, uno de los más graves. Mucho antes, en su
Discurso de ingreso en la Real Academia, titulado El sentido del progreso desde mi obra, Miguel Delibes clamaba
“contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas
civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada”. Aquel
discurso se pronunció en 1975 y desde entonces las cosas no han mejorado.
Nos hemos arrancado de
la naturaleza y vivimos en un entorno cada vez más artificial. En España, en
nuestra comunidad, el mundo rural se ha despoblado. Las cifras nos hablan de
niveles demográficos propios de una zona desértica. Ya ni siquiera se vuelve al
pueblo en verano como antes porque aquellos pueblos han sucumbido al abandono,
a la desidia y no ofrecen las comodidades que exigimos. Una de las novedades editoriales
de mayor éxito del año pasado fue La
España vacía, del escritor Sergio del Molino. Aunque no estemos de acuerdo
con algunos puntos de su análisis, el término que acuña brillantemente en el
título nos define con exactitud el país. En efecto, hemos vaciado España
abandonando el mundo rural al no saberlo apoyar en infraestructuras y servicios
adecuados, convirtiéndolo solo en lugar de esparcimiento para seres urbanos que
piensan que una excursión de fin de semana por el campo es lo mismo que pasear por un parque temático. Parece imposible un progreso que sea respetuoso con nuestros pueblos
y que evite la desertificación de nuestras zonas de interior promoviendo su
desarrollo y conservando la naturaleza de su entorno.
No sabemos cómo se
llaman los árboles que nos encontramos ni las aves que vemos ni las flores
silvestres que llevan todas las sorpresas de color mucho antes de que
definieran los matices los sistemas universales de identificación y
clasificación de los colores. No he visto rosas, morados, azules, amarillos o
blancos mejores que en mis paseos por el campo.
No es solo que
ignoremos los nombres. Como estudiantes de filología sabemos lo grave que es no
saber nombrar algo, decir, por ejemplo, pardal y no saber que hablamos de un
gorrión común. Es como si el pardal mismo no existiera. O ver un gordolobo en
el yerbal que encontramos al salir de clase y no saber que se llama así al
verbasco, esa planta con roseta basal de tacto de terciopelo a la que cada dos
años le crece un largo tallo que se llena de un racimo de flores amarillas,
como me enseñó a apreciarlo el naturalista Raúl Alcanduerca en una dehesa salmantina, entre zarzales llenos de moras, pozas de agua y encinas centenarias.
No es solo que
ignoremos los nombres de la Naturaleza, es que tenemos con ella una relación
problemática que viene de viejos conceptos ya superados como el conflicto entre
civilización y barbarie o la expansión de un progreso basado casi siempre en la
voracidad de los imperios y de las naciones y en las presiones financieras, que
no suelen pararse a comprobar las consecuencias que tendrá para las
generaciones posteriores la agresión a la naturaleza, de la que nos solemos
creer dueños en nuestra soberbia. La literatura universal está llena de
ejemplos que intentan justificar la destrucción de los entornos naturales para
la consolidación de una forma de vida centrada en el desarrollo industrial y
tecnológico, en la expansión de un modo de vida urbano y consumista.
En las ciudades nació
la democracia y la libertad del ser humano como individuo, pero solo cuando
estas eran refugio y sabían convivir con el entorno natural. En las últimas
décadas hemos urbanizado los bosques, las playas, las sierras y por ello nos hemos
creído legitimados para destruir otros bosques, otras playas, otras sierras. No
miremos lejos: hace pocos años, en España, un gobierno declaró urbanizable todo el territorio,
se cambió la ley de costas para que el cemento llegara a pocos metros del mar y
todavía hay que explicar que una depuradora de aguas residuales no es un gasto
sino una inversión necesaria para evitar la contaminación de los ríos. Aún
encontramos voces que no ven problemas en continuar esta destrucción, que no
creen alarmantes los síntomas del cambio climático definidos ya en un consenso
científico, con el que se bromea fácilmente. Fuera del
respeto a la naturaleza y con el tipo de vida que hemos aceptado, nuestras
ciudades no serán más el refugio del ser humano frente a las arbitrariedades
del poder sino exclusivas colmenas tecnológicas en el medio de un territorio
cada vez menos natural, con todas las consecuencias que esto conlleva.
Desde hace unos años,
Fermín Herrero, Premio de las Letras de Castilla y León 2014, ha girado su obra
poética para asentarla en su pueblo soriano, Ausejo de la Sierra. Sus mejores
poemarios nacen allí: Tempero, La gratitud, Sin ir más lejos. Singularmente, La gratitud, una obra maestra de la poesía contemporánea española. Cuando
se abren sus páginas, los versos saben a tierra y cierzo. No solo porque hable
de una geografía reconocible, de la naturaleza soriana marcada por las
estaciones del año, sino sobre todo porque utiliza las palabras apropiadas para
hacerlo, las que las gentes usan para nombrar su entorno:
El sol, el
acebal, el ventarrón, la bardera
de nubes, los barbechos
abajo, los rebollares
de la dehesa,
chaparrales, el sotillo junto
al río, las
cañadas, los tesos, barranqueras
y roturos,
risqueras, herbazales y el tolmo
de la cuesta, sobre
el jaral currucas
y tordillos, un
aguilucho y un torzuelo arriba
y a mis pies
uñagatas y mielgas, entre
aliagas, tobas y
romero.
En Fermín Herrero hay
todo un pensamiento sobre la naturaleza y la insignificancia verdadera del ser
humano, cosa que se echa en falta en la mayoría de los escritores jóvenes españoles, a los que parecen haberles amputado el paisaje natural. Se aleja Fermín Herrero de la soberbia porque es la única forma de salvar el desapego que hemos marcado con nuestro entorno:
Ignoro por
completo la naturaleza
de la savia, su
pálpito, su sustancia. Cómo
he podido
conjeturar tanto de los árboles
sin haberme jamás
avecinado a sus entrañas
y aun sin sentir
el pulso, la pujanza
o el letargo.
Cómo he podido conmoverme
sin averiguar si
en el fondo había algo
o sólo en la
corteza lo ilusorio, un espejismo
donde regodear
mi pensamiento, la torpeza
y el mismo
chopo. El mismo chopo. Que es álamo.
Así, hasta integrarse
en la naturaleza como un ser que observa de verdad, que observa para comprender
de la única forma posible:
Ha caído una
helada sorda, con niebla. Entro
en los
barbechos. Soy. Los pardales están
contando su
manera de vivir la luz. Poder
respirar, mi
fortuna, ver cuajar mi aliento. Las manos
enganchadas de
frío mientras busco en el invierno
la lucidez.
Buscarla y no encontrarla. La dicha
de estar
despierto y pleno porque la tierra
no se olvida. Un
gorrión en el campo. Así
de sencillo, de
neutro, ser. Los álamos junto
a la reguera,
cómo han crecido desde entonces.
Hasta
el cardo florece, dice en otro verso memorable. Y más
allá, nos explica el mejor triunfo del ser humano:
Sé que la fuente
está ahí, en el lugar
donde los berros
se arraciman, porque procede
de la pureza su
vigor. Que no se esconde de noche
ni en lo
profundo, que si estuviese limpia se vería
manar el agua
hacia la superficie, moviendo
en espiral el
limo. Sé que podría quitar
los berros
fácilmente y al aclararse el fango
mi vista gozaría
a borbotones, al cumplirse
el deseo de
posesión. Y de dominio. Sé también
que el cambio,
destruye. Que lo que puedes
rechazar, eres.
Saber
quedarse solo con lo justo, dice el poeta, que avisa contra
la euforia humana:
De qué
le sirve si al
salir de casa estuvo a punto
de pisar tres
gurriatos caídos del tejado, todavía
en chichotas,
latiendo, despanzurrados contra
el suelo. Y oye
el canto de la perdiz. Y se pregunta.
Sabemos que la respuesta a esta pregunta es un
trabajo más lento, pero llega más lejos, más profundo:
No me verá el
plantón de encinas que están
poniendo en la
ladera de la loma, pero será
su sombra tan
discreta como acogedora, estoy
seguro, y tal
vez llegue el día en que guarezca
a mi hijo, o al
hijo de mi hijo. Se plantan para
ser amparo, no
importa cuándo sino cómo, no importa
el qué, sino
hacia dónde. Así mis padres
sembraron cada
año, así mis abuelo, y antes
y después. Nadie
es más que nadie. Frente al viento
perseverar: la
rama. No hay ni aquí ni allá, pasamos.
Ahora comprendemos la
razón de ser del árbol del amor. No de cualquiera sino del nuestro, el que se
encuentra en el jardín, humilde y casi escondido. Perseverar. Renacer –rosa y
marrón, joven y viejo- cada año. Seremos medidos por nuestro respeto hacia este
ciclo que nos debería mejorar cada año, una conciencia ética que debería
importarnos más que cualquier otro conocimiento, ostentación o medro.
Habéis estudiado filología, uno de los campos sustanciales de las humanidades y os habéis acercado a la literatura como manifestación artística de las inquietudes del ser humano, a la lengua como vehículo de lo que llevamos dentro y de la comunicación entre los seres humanos. Dentro de unos minutos seréis llamados para imponeros las becas en esta ceremonia de graduación. No tenéis fácil misión a partir de ahora: perseverar, sembrar para que los que vengan detrás siembren frente a los que destruyen las cosechas, perfeccionar la sociedad comprendiendo que el planeta es parte de vosotros mismos, designar las cosas con sus nombres, buscar las palabras que nos ayuden a comprendernos y explicar cómo otros han usado esas palabras denunciando los casos en los que con ellas han querido comunicarnos para apartarnos de la naturaleza del ser humano, dejar que el árbol del amor –qué maravilloso nombre para un árbol- pueda florecer cuando le corresponde, sumando lo mejor de lo antiguo y lo mejor de lo nuevo. Vosotros sois lo mejor de lo nuevo, hacednos mejores a los antiguos.
Habéis estudiado filología, uno de los campos sustanciales de las humanidades y os habéis acercado a la literatura como manifestación artística de las inquietudes del ser humano, a la lengua como vehículo de lo que llevamos dentro y de la comunicación entre los seres humanos. Dentro de unos minutos seréis llamados para imponeros las becas en esta ceremonia de graduación. No tenéis fácil misión a partir de ahora: perseverar, sembrar para que los que vengan detrás siembren frente a los que destruyen las cosechas, perfeccionar la sociedad comprendiendo que el planeta es parte de vosotros mismos, designar las cosas con sus nombres, buscar las palabras que nos ayuden a comprendernos y explicar cómo otros han usado esas palabras denunciando los casos en los que con ellas han querido comunicarnos para apartarnos de la naturaleza del ser humano, dejar que el árbol del amor –qué maravilloso nombre para un árbol- pueda florecer cuando le corresponde, sumando lo mejor de lo antiguo y lo mejor de lo nuevo. Vosotros sois lo mejor de lo nuevo, hacednos mejores a los antiguos.
Gracias.
9 comentarios:
Es fantástico tu discurso. ....Ojalá los jóvenes sepan ver lo que expresas.
Profundo, emotivo, certero y entrañable
discurso, Pedro.
Me sumo al deseo de MOJADOPAPEL.
Besos
Ese àrbol del amor florecerá siempre para los enamorados de las palabras.
Tus alumnos lo saben.
Buenos días, profesor Ojeda:
Enhorabuena por el discurso, lleno de poesía, y expresado de forma sencilla. Y ese recuerdo a D. Antonio Machado. Tomo apuntes:
...“Ahora comprendemos la razón de ser del árbol del amor. No de cualquiera sino del nuestro, el que se encuentra en el jardín, humilde y casi escondido.”
… “una conciencia ética que debería importarnos más que cualquier otro conocimiento, ostentación o medro.”
…“perseverar […]perfeccionar la sociedad comprendiendo que el planeta es parte de vosotros mismos, designar las cosas con sus nombres…”
Gracias, porque como buen profesor, enseña con su propio ejemplo en el día a día, a lo largo del tiempo.
Saludos
Enhorabuena a los nuevos colegas. Bienvenidos a este club donde habitamos algunos locos todavía preocupados por llamar a cada cosa por su nombre, y que cada palabra no sea algo abstracto, sino algo que sabemos reconocer en nuestro entorno.
Con permiso del profe, cuento aquella anécdota de unos eruditos que iban paseando por un jardín y de pronto uno de ellos se fija en una planta que brota del agua, y exclama:
—¿Han visto ustedes qué maravilla surge del agua? ¿Cómo llamaremos a esta maravilla de la Naturaleza?
—Esta planta —dijo uno de ellos sin poder aguantarse la risilla — es el famoso nenúfar, al que usted dedica todos esos versos con los que nos machaca en el café cada tarde.
La madre naturaleza como hilo conductor de tu discurso... ¡me ha parecido una idea genial y muy necesaria! y ese "aliño" de flora y fauna con la poesía de Fermín lo redondea de forma magistral...
Cada palabra de cada párrafo de tu discurso se llena de esencia y compromiso en defensa de la naturaleza, y eso no es fácil de encontrar en estos tiempos... por eso te agradezco que en este solemne acto universitario desgranaras este discurso en defensa de la madre naturaleza y de concienciación de la necesidad de respetarla y protegerla... y de aprender el nombre y significado de todo lo que en ella se integra...
En tu texto resalta agradablemente tu amor por las palabras y tu amor por la naturaleza... logos en estado puro...
Abrazo
Un discurso emocionante que leo justo el día en el que nos llegan las noticias alarmantes del fuego que devasta Doñana, el orgullo europeo de los que abogan por la conservación de la naturaleza. Quemar Doñana es como quemar París. Qué impotencia de árbol ante el fuego que todo lo arrasa.
A mí lo de gorrión me suena a habla afectada y culta, pardal y el nombre de los árboles como roble, fresno, encina, álamo o espinero seguramente fueron de las primeras palabras que aprendí porque nombran animales y plantas con los que tenías relación directa desde la cuna.
Y la referencia a la despoblación del interior, magistral.
Fantástico comentario. Demos pie a que otros escriban. ¡Qué bello es expresarse correctamente!
J. Crespo
Me ha gustado mucho, Pedro, y sabes que estoy de acuerdo. Vivo en un entorno no rural, sino agropecuario, y hay muchos aspectos de lo rural que ahora son simulacros. ¿Es posible vivir continuamente en un simulacro de civilización?.
No quiero olvidar al poeta que nombras.
Se me ocurre un libro que me gustó hace tiempo, no sé cómo ha envejecido, y que trata algunos de estos aspectos : "La lluvia amarilla"
Un abrazo
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