Una corte tribal de la pequeña localidad de Jehanian (Pakistán) ha condenado a Rafiq Naunari a la pena de que su mujer sea violada por el padre de la niña de ocho años de la que él había abusado tras secuestrarla cuando iba camino del colegio. La mujer ha huido y la policía, en cumplimiento de la ley pakistaní que prohíbe estas costumbres tribales, ha intervenido practicando las diligencias oportunas, incluidas, claro está, las que conduzcan al esclarecimiento del abuso de la niña. El padre de la pequeña acudió a estos jueces tribales y ellos actuaron de acuerdo con sus normas y según su forma de entender la vida.
He buscado Jehanian en un mapa, y no la he encontrado (quizá por estar mal trascrito el nombre). Sí la ciudad más importante cercana, Multan. Incluso la he sobrevolado en Google Earth. Os invito a hacerlo, y contemplar sus calles, la organización de su vida urbana, y los alrededores en donde ha sucedido esta cadena de dramas cuyo origen quizá sea tan lejano en el tiempo que no podamos nunca conocer la primera acción. O quizá todo tenga una explicación sencilla y desoladora.
No quiero prejuzgar. Sé que las autoridades han reaccionado como debían. Sé que el padre de la niña violada ha actuado según sus costumbres y que los que dictaminaron esa sentencia, también. Sé que yo vivo en un occidente en el que recubrimos el tribalismo de modernidad. Sé que, desde tan lejos, sólo me llega la noticia como han querido que me llegue los medios de comunicación.
Sé que hoy, como nunca, el ser humano es capaz de las mayores atrocidades prehistóricas y los mayores crímenes postmodernos, al mismo tiempo.
Pero, a veces, hay un extraño nudo que te coge las tripas.
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