domingo, 9 de septiembre de 2007

Ferias.

Durante casi toda mi infancia me acerqué andando a la parada del autocar del colegio. El camino era de unos diez minutos que yo podía convertir en más de media hora. Aquella Cañada Real que me conducía a La Rubia se hacía tan larga como la imaginación de cada día o el peso de la cartera escolar. Era un espacio abierto que durante un mes al año se convertía, de forma casi mágica para mis ojos, en el Real de la Feria. Me parecía que, en una noche, crecía una ciudad entera llena de colores, olores y sonidos. Durante años atravesé, en la mañana ya fría y húmeda de finales de septiembre, la Feria cerrada. Si aun no habían pasado los barrenderos, pisaba sobre los cartones de las tómbolas, los restos de la comida de la noche anterior. Si prestaba la suficiente atención, el esfuerzo se veía premiado con el hallazgo de unas pocas monedas perdidas.
Cuando fui creciendo, la Feria perdió la magia pero ganó cierto aire perverso. La pista de coches de choque era el lugar de encuentro de las pandillas del barrio. Alguna mirada fugaz se cruzaba con las chicas. El feriante siempre tuvo una fama que a los chavales nos atraía en parte, porque era jugar con lo prohíbido. Creo haber contado ya cómo echábamos una mano en la descarga de aquellos camiones, en la limpieza de las atracciones o en las tareas más rudimentarias del montaje y se nos premiaba con un puñado de fichas o una moneda de cinco duros que no llegaba para los gastos de la primera tarde de ferias.
Creo que, como todos los jóvenes de mi edad, probé allí mis primeros perritos calientes con mostaza y ese misterioso tomate que venía de lejos y no sabía como el de casa, las manzanas caramelizadas, el algodón dulce, las porciones de coco tan extrañas antes en Castilla. Allí también probé, mucho antes de lo que hoy se permite, el vino dulce de las casetas de Aragón, con barquillo.
Hay sensaciones encontradas en la emoción de las Ferias. Hace unos días recordé la película dirigida por el escritor Ray Loriga, La pistola de mi hermano, basada en su propia novela. Quizá los minutos que a mí más me desasosegaron fueron los que transcurren en unas ferias, en los que se resalta la belleza de los fugitivos que viven una aventura que les llevará a la desgracia pero que les valdrá una vida completa, frente a la fealdad de los que viven en el lugar, anhelantes de un sueño al que no se atreven.

Las ferias, a primera hora de la mañana, cerradas aun, tienen un punto de tristeza.




6 comentarios:

Anónimo dijo...

A mi las ferias y los circos siempren me ponen triste...a cualquier hora.

Creo que La Strada y Harpo y yo tienen nucho que ver.

Diego Fernández Magdaleno dijo...

Yo viví en La Rubia hasta los 10 años. Recuerdo la Feria, claro. Y conservo muchos otros recuerdos.
Un abrazo,
Diego

Caelio dijo...

A mí lo que me llamaba poderosamente la atención siendo un zagal (qué palabra más bonita) eran los carteles insinuantes de algunas obras de teatro que solo se veían de sanpedro en sanpedro. Esa insinuación de lo desconocido atraía a cualquier jovenzuelo ansioso de saber qué hay detrás de esa imagen tan erótica. Cuando te haces mayor te das cuenta que todo aquello fue una atracción más de las ferias.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Coincidimos, BLOGÓFAGO.
Qué casualidad, DIEGO. El mismo paisaje de infancia...
CAELIO: por edad, nunca entré en aquellos teatro-barracas que sirvieron de paréntesis visual para los ojos controlados de aquellos tiempos y también para salvar del hambre a muchos cómicos y coristas. Pero, hasta las lentejuelas eran falsas, como dices. Eso lo ves cuando creces.

jg riobò dijo...

En esa feria de la Rubia disparé al blanco, la polaroid conserva mi puntería y a mi mujer.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Imágenes: somos imágenes, Javier, en gran medida.