Como hemos dicho, en el camino de regreso los protagonistas vuelven por los lugares en donde estuvieron en la ida y en ellos repiten los mismos temas que vivieron pero con matices que los cambian significativamente. Uno de esos matices es su tratamiento más breve puesto que aunque se dilate el regreso a casa no puede excederse hasta fatigar al lector; otro, la actitud de los protagonistas que les hace no detenerse en las mismas situaciones por las trasformaciones que han sufrido a partir de las experiencias vividas; uno más, que la vuelta a los mismos temas provoca sentimientos dispares, todos muy barrocos, según el caso: nostalgia, parodia, contrastes.
Esto lo vemos en el presente episodio que tiene lugar en el palacio de los Duques que, al no ser muy conscientes de los cambios de don Quijote y Sancho, pretenden repetir el tipo de bromas que tanta diversión les diera en su momento, como si fuera una continuación en donde se dejara en su día: los Duques no han cambiado. Hasta el mismo narrador anticipa, con intervenciones un tanto irónicas, que todo es falso (junto a la almohada del, al parecer, cadáver; Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto tiempo supina, se volvió de un lado; la cual, haciendo de la desmayada), en contra de los que solía hacer cuando guardaba la resolución para el siguiente capítulo.
Por eso, el motivo central del capítulo es el de la aparente muerte de Altisidora (la doncella en muerte aparente es un tema frecuente en el folklore, la mitología y la narrativa caballeresca) que se finge causada por desamor a consecuencia del rechazo de don Quijote a sus pretensiones. Ya conocemos a los Duques: espectacularidad teatral en la preparación de la broma, en la que participa todo el personal de la casa, incluidas las dueñas -volvemos, sin más, a las bromas de época sobre esta figura-, y no se escatima en gastos; consecuencias físicas sobre los protagonistas -se retoma el motivo, nacido en la anterior entrada en casa de los Duques, que convierte a Sancho en el instrumento/víctima: su dolor sirve para resucitar a Altisidora como sus nalgas deberían servir para desencantar a Dulcinea.
Pero don Quijote y Sancho no son los mismos: tampoco nosotros, los lectores, que ya hemos conocido el truco de los Duques. La situación se les impone en un principio -el susto que reciben hasta saber de qué se trata lo provoca, además del respeto debido a los Duques en esa sociedad-, pero Sancho termina rebelándose cuando el dolor se hace insoportable y termina evidenciando que ya ha conocido que todo es falso ante la petición de don Quijote para aprovechar el momento y darse unos azotes: Esto me parece argado sobre argado. Ambos, Don Quiojte y Sancho, saben que el encatnamiento de Dulcinea es falso y se dan cuenta de que la muerte de Altisidora también lo es y se hallan ante una nueva broma de los Duques. Por si acaso o por cansancio en la postura, Altisidora finge revivir y con ello se evitan males mayores ante la reacción de Sancho.
Pero hay un momento muy significativo en este capítulo: la situación recuerda directamente a los juicios del Santo Oficio y es lo que parece, una parodia consciente de los autos de fe. Una vez que ambos personajes se dan cuenta de lo exagerado del momento -tras vestir a Sancho como un condenado por la Inquisición-, se relajan a través del humor puesto que han reconocido en todo lo que pasa una broma más. Sancho se burla de las llamas y los demonios de su traje: -Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan. Incluso, al final del capítulo, quiere llevárselos de recuerdo. Y don Quijote no puede contener la risa al ver a Sancho vestido de tal guisa.
Por una parte, Cervantes usa la risa de sus protagonistas para darles una forma de escapar de lo que les tenía atemorizados. La risa siempre ha aliviado el temor, pero aquí, además, la risa desvela que don Quijote y Sancho han hallado la clave del truco: a los Duques se les ha ido en demasía la mano y el exceso pone en evidencia la falsedad.
Por otra, recordemos que Cervantes parodia en este pasaje un hecho presente en la vida social de los españoles del siglo XVII de tanta trascendencia como los autos de fe. Que lo haga, además, alguien de ascendencia judeo conversa tiene un doble valor y significado. Y que la parodia haga superar el miedo gracias al humor es una manera de contrarrestar e invertir algo que la España del momento tenía tan arraigado.
Veremos qué más le sucede en casa de los Duques el próximo jueves, al comentar el capítulo LXX.
Por eso, el motivo central del capítulo es el de la aparente muerte de Altisidora (la doncella en muerte aparente es un tema frecuente en el folklore, la mitología y la narrativa caballeresca) que se finge causada por desamor a consecuencia del rechazo de don Quijote a sus pretensiones. Ya conocemos a los Duques: espectacularidad teatral en la preparación de la broma, en la que participa todo el personal de la casa, incluidas las dueñas -volvemos, sin más, a las bromas de época sobre esta figura-, y no se escatima en gastos; consecuencias físicas sobre los protagonistas -se retoma el motivo, nacido en la anterior entrada en casa de los Duques, que convierte a Sancho en el instrumento/víctima: su dolor sirve para resucitar a Altisidora como sus nalgas deberían servir para desencantar a Dulcinea.
Pero don Quijote y Sancho no son los mismos: tampoco nosotros, los lectores, que ya hemos conocido el truco de los Duques. La situación se les impone en un principio -el susto que reciben hasta saber de qué se trata lo provoca, además del respeto debido a los Duques en esa sociedad-, pero Sancho termina rebelándose cuando el dolor se hace insoportable y termina evidenciando que ya ha conocido que todo es falso ante la petición de don Quijote para aprovechar el momento y darse unos azotes: Esto me parece argado sobre argado. Ambos, Don Quiojte y Sancho, saben que el encatnamiento de Dulcinea es falso y se dan cuenta de que la muerte de Altisidora también lo es y se hallan ante una nueva broma de los Duques. Por si acaso o por cansancio en la postura, Altisidora finge revivir y con ello se evitan males mayores ante la reacción de Sancho.
Pero hay un momento muy significativo en este capítulo: la situación recuerda directamente a los juicios del Santo Oficio y es lo que parece, una parodia consciente de los autos de fe. Una vez que ambos personajes se dan cuenta de lo exagerado del momento -tras vestir a Sancho como un condenado por la Inquisición-, se relajan a través del humor puesto que han reconocido en todo lo que pasa una broma más. Sancho se burla de las llamas y los demonios de su traje: -Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan. Incluso, al final del capítulo, quiere llevárselos de recuerdo. Y don Quijote no puede contener la risa al ver a Sancho vestido de tal guisa.
Por una parte, Cervantes usa la risa de sus protagonistas para darles una forma de escapar de lo que les tenía atemorizados. La risa siempre ha aliviado el temor, pero aquí, además, la risa desvela que don Quijote y Sancho han hallado la clave del truco: a los Duques se les ha ido en demasía la mano y el exceso pone en evidencia la falsedad.
Por otra, recordemos que Cervantes parodia en este pasaje un hecho presente en la vida social de los españoles del siglo XVII de tanta trascendencia como los autos de fe. Que lo haga, además, alguien de ascendencia judeo conversa tiene un doble valor y significado. Y que la parodia haga superar el miedo gracias al humor es una manera de contrarrestar e invertir algo que la España del momento tenía tan arraigado.
Veremos qué más le sucede en casa de los Duques el próximo jueves, al comentar el capítulo LXX.