¿Cómo definir el aroma de la dulce abelia, la suavidad de su flor al tacto? La planta es generosa y florece desde el inicio de la primavera hasta el final del otoño. Una flor de un delicado rosa casi blanco. Cuando las flores se marchitan y la corola se desprende, persiste el cáliz con sus sépalos abiertos viajando del rosa al carmín. ¡Del blanco limpio al carmín seductor! Estas de hoy las traigo desde el Cantábrico y miraban al mar y me distrajeron del mar. Llevaba la cabeza llena de cosas y la fragancia me sacó de ellas y del batir del pensamiento. Qué hermosa la cima de esta planta, como un puño de color. Si todo fuera tan sutil y elegante como la abelia...
En el café de la estación del ferrocarril, un anciano sacó su monedero en la barra -un monedero de tacón de un cuero azul marino gastado por el tiempo-. Le temblaban las manos al contar las monedas y se perdía en la cuenta, una cuenta lenta porque la mayoría eran de uno y dos céntimos. El camarero lo miraba con el rabillo del ojo y hacía gestos a un compañero que atendía las mesas. Diez, once, doce. No me llega. Trece, catorce. Se perdía y volvía a empezar. Me acerqué, le pregunté su nombre y quise ayudarle o invitarle a la consumición. Un desayuno, hijo, vengo de hacerme unos análisis y no me he desayunado en casa, pero no. Diez, once, doce. Había una persistencia de vida en su gesto, un ejercicio que lo agarraba a la vida. No, hijo, no, que está la vida mal y tú lo necesitarás, yo con mi jubilación voy tirando. Nueve, diez, once. El camarero tenía prisa, se acercó y tomó del monedero las monedas de mayor cuantía y le devolvió el cambio en monedas de diez y de cinco. El anciano dio las gracias y, al recoger las monedas, seguía contando hasta que desistió y las introdujo todas en el monedero. Se arregló la corbata, corrigió la postura del chaleco y se abrochó la americana antes de ponerse el sombrero, que había depositado con mucho cuidado sobre el taburete, junto a la barra. Al salir, dejó en el aire toda una biografía.
Hay una parte de estas ciudades portuarias que no mira al mar, como si quisieran levantarse ignorándolo, negándolo casi. Como esas personas que se construyen una guarida en la que deciden vivir durante años para no ver el mar (quizá ver de lejos otros mares exóticos, que no comprometen tanto), pero el mar existe. Cuando salí del café, caminé hacia él, casi con los ojos cerrados, guiándome por el batir de las olas y las gaviotas.
Conviene distraerse de la omnipotencia del mar, pues este es devorador, y las flores son un gran motivo.
ResponderEliminarLa anécdota del anciano me ha conmovido. De vez en cuando vemos situaciones análogas en una tienda y es que la edad y el cambio histórico aquel de moneda y, por lo tanto de valor y de cálculo, al que muchos nunca se han hecho, causan estragos.
No es necesario irse a una zona de mar, en cualquier super de interior verás mujeres y algún hombre, los menos, de más o menos la misma edad que cuentan el precio de la compra con los mismos esfuerzo que ese hombre de la mar.
ResponderEliminarSaludos
Las avelias envejecen dulcemente, pero no sé yo si nuestro envejecer... Eso sí nos dejan. Aunque sea contando monedas...
ResponderEliminarAbelias con be. No con uve de vejez, hay que día llevo y no son todavía las diez. Voy a cambiar y ayudar a mi madre a levantarse.
ResponderEliminarY ahora me sale el ay con hache...
ResponderEliminarEl mar, la mar...
ResponderEliminarTrouxeste.me à memória o espanto doloroso de Raul Brandão em "Os Pescadores "face ao faroleiro de costas para o mar.
ResponderEliminarTerno e comovente texto, este.
Besos, amigo mio, boa semana