Hay un momento en el que la acequia se hace urbana. Atraviesa barrios y polígonos. Habría que decir lo contrario, que la ciudad ha crecido hacia ella. El trazado de la acequia refleja la condición agrícola que tenían nuestras ciudades hasta hace medio siglo, cuando todo era campo y lo rural se incrustaba en lo urbano. En aquellos tiempos era fácil salir de la ciudad que ahora te atrapa en la periferia interminable, como en un laberinto extenso.
Uno sabía los límites de la ciudad por la vía del ferrocarril, el río, las carreteras nacionales, las acequias. Más allá quedaban algunos barrios construidos por o para los emigrantes que venían de los pueblos y que todavía conservaban actitudes y formas de vida rurales, que entonces se despreciaban. Aquí todavía hay restos de aquellos barrios levantados casi siempre de forma ilegal, pero consentida por las autoridades. Una tierra de nadie que se llenaba de casas molineras que seguían la línea de un canal, un camino, una cañada merina. Casas de una sola planta, humildes, con patio trasero. Cada vecino cementaba la acera y plantaba árboles frente a la fachada: acacias, olmillos, plátanos. No hago un canto al pasado: las calles estaban sin asfaltar; las casas no contaron con alcantarillado ni agua corriente durante décadas. Sus habitantes eran personas huidas de las penosas condiciones del trabajo en el campo como peones, a cambio de cama y comida o un escaso jornal. En los nuevos barrios se tejían relaciones que eran más propias de los pueblos que de la ciudad, pero allí todos comenzaban una vida con algo más de esperanza. Era esa esperanza la que les mantenía. Ni siquiera eran los obreros que habitaban los edificios de los barrios populosos en pisos pequeños, con escasa luz natural y planos imposibles llenos de pasillos. Hace poco de todo esto, apenas un par de generaciones.
La acequia aún tiene vocación de campo. Atraviesa el polígono en busca de las tierras a las que regar, allá donde la ciudad termina.
Madrid y Barcelona está llena de esos barrios levantados en los años 50.
ResponderEliminarLa acequia va siempre contigo. La de agua y esta que no sé de qué está hecha. Más de campo que las amapolas, la ciudad no puede contigo.
ResponderEliminarLas ciudades son organismos vivos. Focos de atracción para la gente que se agolpa alrededor de la cercanía a los servicios que las ciudades prometen. Crecen las dificultades también, por supuesto. Sería bueno a la vez incentivar el retorno a la vida rural, acentuando las bondades de la proximidad con la naturaleza. Un abrazo
ResponderEliminarLos límites se desdibujan tanto que nadie sabe dónde comienza o dónde termina ni siquiera la propia existencia.
ResponderEliminarSaludos,
J.
En mi pueblo a esas acequias las llamamos regueras, quizás porque son más estrechas pero servían para regar los huertos. Ahora paso por ellas y me da mucha tristeza el verlas tan secas y abandonadas.
ResponderEliminarBesos