Recuerdo perfectamente cómo, de pronto, en España se comenzó a llamar cliente al ciudadano. Fue en los años noventa. No nos dábamos cuenta, pero aquel cambio en la denominación, que venía de fuera, era uno de los síntomas más evidentes del neoliberalismo que rampaba triunfante como pensamiento único tras la caída del muro de Berlín. No me refiero a la condición de cliente que todos tenemos cuando entramos a comprar un abrigo en una tienda de ropa, sino a la esencia misma de nuestra relación con la administración pública y con los políticos que nos gobiernan porque en ellos delegamos esta función.
La moda -que aún colea- consistía en que, para mejorar la relación con el administrado, la administración debía considerarlo como cliente. En principio todo era positivo: si miramos al usuario de los servicios públicos como cliente estos deben atenderlo correcta y eficazmente porque el cliente es el que los paga -bien a través de las tasas bien a través de los impuestos- y quien puede exigir su perfecto funcionamiento. Se escribieron libros y artículos elogiando este cambio de denominación. Los modernos españoles, incluso los que procedían de las filas de la izquierda, lo acogieron con entusiasmo, como si se hubiera descubierto la piedra filosofal de la eficacia.
Aquello fue especialmente irrisorio cuando se impuso la toma de medidas para mejorar la calidad -es otra palabra asociada inevitablemtente a la introducción del término de cliente- de los servicios prestados por la adminsitración pública española, que resultó finalmente inútil y burocrática. Como Director del Departamento universitario al que pertenezco me tocó participar en varias comisiones encargadas de redactar informes, rellenar formularios y elaborar procedimientos. Participé, al mismo tiempo, en tres: en la de mi Departamento, mi Facultad y la titulación en la que daba clases. Dediqué un número de horas que soy incapaz de cuantificar por lo excesivas. De aquellos informes salieron aceptables propuestas de mejora que deberían haber tenido un seguimiento posterior. Digo deberían porque de todo aquello no se volvió a saber nada. Aparte de la reflexión personal o colectiva que se hizo -que tampoco sirvió para mucho porque luego cambiaron las leyes, las estructuras y hasta el formato mismo de las titulaciones universitarias-, nada. Nadie retomó todo aquello y los informes han caído en el más absoluto de los olvidos, así como las propuestas de mejora y las fortalezas y debilidades señaladas, casi siempre a partir de un corta-pega de informes elaborados en otros lugares.
Pero de aquellos días sí me queda un recuerdo: la insistencia en los modelos teóricos y en las charlas de formación y en las reuniones, de que debíamos llamar clientes a los alumnos. Pero no quiero centarme en la Universidad, porque paralelos procesos se vivieron en todas las instituciones y cuando un ciudadano entraba en su ayuntamiento o en un hospital público dejaba de ser ciudadano para adquirir la condición de cliente.
Mirado todo desde hoy me doy cuenta de la perversidad de aquel cambio terminológico que se nos vendió como positivo en los años noventa, como algo que iba a mejorar la prestación de servicios en favor de aquellos clientes. A mí todo aquello me producía irritación ideológica y filológica y así lo expresé en todos los foros en los que pude, pero no comprendí el alcance del cambio hasta hace unos años, cuando el siguiente paso fue la privatización de los servicios públicos aludiendo a una mayor eficacia en la gestión privada que beneficiaría más, si cabe, a esos clientes. La realidad ya la hemos visto: un saqueo indiscriminado del sector público español y un empeoramiento -certificado por estudios e informes- de las prestaciones que, además, se han encarecido. No solo el ciudadano, también el cliente ha salido perdiendo.
Cuando a un ciudadano que entra en un ayuntamiento para presentar una queja o pagar una tasa, que pisa las oficinas de la empresa pública que gestiona el agua en su municipio para darse de alta o de baja, que se matricula en una Universidad pública para estudiar una carrera o que ingresa en un hospital público para ser operado de apendicitis, etc. se le pasa a considerar antes como cliente que como ciudadano, hemos perdido, nos hemos dejado derrotar por aquellos que no cejan en implantar el neoliberalismo como forma social única y que comienzan por jugar con las palabras para cambiar conceptos básicos en una democracia. El concepto de ciudadanía es uno de los bienes que nos legó la Revolución francesa y al que no deberíamos jamás renunciar.
para la sociedad capital-consumista moderna la verdad es que no hay diferencia entre el consumidor cliente y ciudadano
ResponderEliminaral final todos van en el mismo saco para las arcas estatales y más aún para las privadas con fin de lucro
besos
En realidad más que la terminología, importan las políticas que se apliquen y la eficiencia de sus ejecuciones a corto, mediano y largo plazo, para bien de todos. Pero como sabemos, ha habido superabundancia de in-eficiencia y corrupción que juntas hacen muy mala combustión. Y ésto sucede no sólo en España, mejor que ni hablemos de Argentina, por ejemplo.
ResponderEliminarBesos
Alumno cliente...horror.
ResponderEliminarLos continuados cambios en educación,sanidad, seguridad, concepto de pueblo etc., no se han explicado -tal vez intencionadamente . La sociedad anda perdida sin saber cual es su lugar.
ResponderEliminarUn abrazo
Qué razón tienes, Pedro, y cómo bajo aquella ridícula terminologia -el cliente externo y el interno- de la que incluso, se dieron cursos de formación, se escondía toda lo que ha venido después
ResponderEliminarCon la bonita que es la palabra Ciudadano, no renunciemos a ella nunca por lo que implica que es mucho. Besos.
ResponderEliminarEs que de la Revolución francesa hemos dado un salto retroceciendo terminológicamente en el tiempo a la Antigua Roma, y claro! el término "cliente" de nuevo acuño, actualizado, más comercial, es mucho más afín al concepto de "siervo". Y los que prestan el servicio por qué no los llamamos entonces "patrones"?
ResponderEliminarRecuerdo que antes cuando visitaba, al médico, odontólogo, psicólogo o cuando llevaba las mascotas al veterinario se usaba el término paciente, ahora es cliente, que como tan bien observas va acompañado de las privatizaciones en desmedro de la dignidad humana.
ResponderEliminarSin duda que deberíamos de transformar ese concepto de cliente en patrón, pues los verdaderos dueños de la cosa pública y del aparato burocrático con todos sus bienes y servicios públicos o privados son los ciudadanos.
Importante reflexión que nos hace pensar en nuestros derechos fundamentales. Gracias!!!
Saludos!!!
Al final, Pedro, da igual cómo nos denominen. Nuestra única misión es la de pagar impuestos directa o indirectamente. Y lo doliente es que da la impresión que sólo sirven para financiar sus empresas privadas.
ResponderEliminarSaludos.
Me ha parecido muy interesante y serio tu escrito.
ResponderEliminarCreo que estás en lo cierto.
Al final nos mangonean por todas las partes, y no siempre las quejas se escuchan, más bien nunca. Somos los sin voz...
Muchos besos.
También en los 90 casi una reflexión similar de Canclini: http://books.google.com/books/about/Consumidores_y_Ciudadanos.html?id=8tcLAAAAYAAJ
ResponderEliminarAsí es... se han mercantilizado los derechos de una forma insoportable... se contabilizan como gasto o como coste (son contraprestación por los impuestos) en un balance de resultados que siempre está trucado y en el que los conceptos se manipulan de forma espuria...
ResponderEliminarExpolio. No se me ocurre mejor término. Las cosas no se construyen de la noche a la mañana. Todo tarda, lleva un proceso largo. Poner valor a un servicio público y venderlo por las buenas, se me antoja una estafa. Ese servicio no tiene el valor que le dan porque no lo tiene (ojo, no quiero decir que tenga mucho más valor). Y si alguno piensa que sí tiene un valor, entonces se equivoca con la cantidad que vale, es mucho más, es siglos más caro.
ResponderEliminarEl cliente no tiene el sentido que ciudadano. Este es un precipitado histórico y político. Se necesita toda una nueva teoría que tardó siglos en florecer para darle a luz, y todas las instituciones resultantes de su alumbramiento también llevan un cauce propio, largo y sangrante. Mezclar cliente con ciudadano es como mezclar churras con merinas. Las instituciones privadas están para otra cosa (también ha habido caridad en la historia y eso no tiene nada que ver con la seguridad social).