Anna Karenina (1877) de León Tolstói es una prodigiosa novela en la que el escritor ruso analiza minuciosamente la hipocresía de la alta sociedad zarista y retrata un sistema que, pese a su esplendor y refinamiento, contiene dentro de sí el germen que le destruirá: un acartonamiento en las relaciones humanas, impostadas a la francesa, que domina una clase dirigente absolutamente sorda a la modernidad que terminará por derribarla. Así lo evidencia uno de los motivos recurrentes, el tren, que aparece desde el principio hasta el final de la narración -es el vehículo que trasporta a la protagonista de San Petersburgo a Moscú, el juego infantil con todo su simbolismo, la primera noticia de un mundo de obreros que sustenta con su sangre a la alta sociedad y la forma de suicidio que elige Anna, cerrando el círculo que se abrió con la muerte del ferroviario al principio de la novela-. Este análisis lo hace Tolstói poniendo su foco, como tantas otras novelas realistas del período, en el adulterio de la mujer casada que termina desestabilizando toda la sociedad: la familia, convencionalmente establecida en la que cada uno tenía un rol prefijado por las normas sociales, era el núcleo social básico y cualquier alteración que la afectara producía un desequilibrio notable en la estructura total. No se consideraba el adulterio masculino de la misma manera, por supuesto. Tolstói se introduce en la mente de los protagonistas de la acción principal -Anna, su marido, Karenin, y su amante, el conde Vronksy- y domina magistralmente todos los resortes de su psicología y la forma en la que se enfrentan a la sociedad a la que antes pertenecían y defendían. De las reacciones de estos tres protagonistas ante el rechazo de la sociedad sabe extraer el autor las consecuencias y proponernos una de las lecciones morales de la historia. La otra proviene de otra pareja, Lyovin y Kitty, que a Tolstói le interesa tanto o más que el trío protagonista. Kitty había rechazado inicialmente a Lyovin puesto que había sido seducida por Vronsky. Cuando este la abandona para perseguir a Anna, Kitty comienza un camino espiritual que la llevará a desarrollar un lado humanitario y religioso que se complementa con el de Lyovin, al que finalmente acepta como esposo. Lyovin -que ha sido visto como un trasunto del propio Tolstói-, sin renunciar a su riqueza y condición de gran propietario, es bondadoso, trabaja codo con codo con sus obreros y, al lado de Kitty, encuentra una profunda felicidad basada en ese lado espiritual y humanitario que el autor quiere proponer como salvación de Rusia frente a la hipocresía de la alta sociedad y un sistema casi esclavista.
Anna Karenina ha sido varias veces llevada al cine y su protagonista ha sido encarnada por grandes actrices, aunque la fuerza de Greta Garbo en la película de 1935 no ha podido ser superada. Ni siquiera en una película tan aceptable como la dirigida por Alexander Korda en 1948, protagonizada por Vivien Leigh. Hay que reconocer que en casi todas las versiones cinematográficas -que tienen que trabajar por selección y eliminación de la materia narrativa de Tolstói, dada su extensión- se ha prestado mucha más atención al desarrollo del amor pasional de Anna Karenina y el conde Vronsky que al resto de la historia. Después del momento culminante que supone el nacimiento de la hija de ambos y el perdón del marido, se suele tratar con menos intensidad lo que queda del argumento -que es mucho-, por menos romántico y atractivo para el público: rechazo de la sociedad a los protagonistas del escándalo, que deben abandonar Rusia; hastío del amor pasional que cae en la rutina y los celos; evolución del personaje de Konstantin; desarrollo de las relaciones de la pareja secundaria, etc. Con todo ello se pierde mucho Tolstói, pero las convenciones del cine a lo Hollywood parecen marcar que al gran público solo le gustan las pasiones de fuegos de artificio aunque terminen mal y no la profundidad psicológica. Para las grandes productoras, Anna Karenina tiene el atractivo de una de las historias de amor mejor contadas de la historia, pero solo si reducen todo lo que ocurre después al mínimo posible para que se comprenda el suicidio de Anna.
El reto de una adaptación cinematográfica de esta novela -una serie de televisión cuenta con la ventaja de tener más duración- tiene, por lo tanto, un problema doble -además del de partida, la traducción de códigos de la historia, puesto que no hemos de olvidar que novela y película son dos obras diferentes y que esta no debe entenderse nunca como ilustración de la primera-: la traducción al código cinematográfico de la complejidad de la narración de Tolstói -no tanto por su extensión, sino por el análisis psicológico y social- y el peso de las adaptaciones clásicas anteriores. Cada producción propone su mirada a la novela, buscando, además, la conexión con el sector de público elegido. Esta película de Joe Wright (2012) es una gran producción británica cuyo guion se debe a Tom Stoppard, ambos sobradamente conocidos. Parte de una idea que es deslumbrante como hallazgo y cuyo núcleo original ya está en el guion de Stoppard para Shakespeare in Love: centrar toda la historia en un teatro. Pero lo que en aquella película tenía su lógica función, aquí acaba por contener uno de los motivos de agotamiento y mala interpretación de Tolstói. La historia de Anna Karenina que nos proponen se ambienta en un teatro como espacio simbólico de los juegos hipócritas de la sociedad rusa. Este punto de partida traiciona a Tolstoi radicalmente. En primer lugar, lo evidencia en demasía. En segundo, lo que en la novela es realismo se trasforma aquí en literaturización: de la realidad a lo teatral. Y no funciona a pesar de que la resolución de algunas escenas -como la carrera de caballos- sea original. El proceso de crítica social y sociológica se pierde por el camino al tratar la historia y los personajes con ese poso teatral subrayado por el caminar por las dependencias del teatro y por la misma actuación de los actores. Eso sí, facilita a Wright el movimento de cámara manierista, que tiene la única misión de que todos los espectadores aplaudan la perfección técnica del director y la originalidad en el tratamiento de los planos. En concreto, el uso excesivo del plano secuencia de una manera irreal -aunque irreprochable técnicamente-, cansa. Tiene mucho de esa estética que se consolidó en Moulin Rouge (2001) y que nos ha llevado por el mismo camino hasta Los miserables (2012), pero lo que en estos es relativamente soportable porque cuenta con la irrealidad del género musical, aquí chirría. Tiene mucho de musical esta Anna Karenina, tanto en la presencia de una demasiado constante banda sonora como en los movimientos coreografiados de los personajes, pero un musical sin que los actores canten es algo raro y, además, tiene el efecto de alejar la historia del espectador, crear un efecto de distanciamiento que puede ser lo querido en esta producción pero que termina por poner la estética por encima de la historia. Y más si por el camino, la obsesión de parecer un musical teatral hace que no se profundice en los rasgos psicológicos de los personajes y las motivaciones de sus acciones, por mucho que la historia creada por Tolstói sea tan poderosa que venza esta dificultad.
Wright y Stoppard también parecen creer que al público no le gustará nada de lo que pasa en la novela tras el nacimiento de la hija producto del adulterio y lo adelgazan tanto que el suicidio de la protagonista queda bonito (hasta en ese plano de Anna muerta) pero sin profundidad. Lo que más me preocupa es que ambos piensen que la mejor forma de adaptar todo el mensaje espiritual y social de Tolstói al público actual sea traduciendo la forma de amor de Karenin, su complejidad y su sentido moral del deber y del perdón en una escena final tan cursi y evidente como la que proponen o la forma superficial en la que abordan la historia de Lyovin y Kitty.
Si a ello se suma que no podemos creernos ni esta Anna Karenina (irregular Keira Knightley a la que la coreografía no le deja matizar el gesto) ni este Conde Vronsky (Aaron Johnson está tan mal caracterizado que ni puede demostrar ser un buen actor) ni este Karenin (Jude Law hace lo que puede pero le debieron decir que pareciera un personaje teatral y se acartona), solo nos queda, en esta película, el movimiento sorprendente de la cámara al ritmo de la música. Para quien le guste, claro. Parece que al público actual le va el amaneramiento técnico y que el movimiento de cámara sustituya a la profundización en la historia.
¡Qué espanto! lo que cuentas, porque la obra de Tolstoi, que leí hace muchos años, es magnífica. ¡Oh casualidad! justo hoy vi la versión de 1997 dirigida por Bernard Rose y pensé sobre lo que dices de la simplificación de la novela que comparto, pero seguro que al lado de ésta (que no he visto) es mucho mejor. Aunque Sophie Marceau en el rol de Anna, dejaba mucho que desear.
ResponderEliminarY volviendo a tu texto, es sinceramente deprimente cambiar profundización en la historia, hondura psicológica, por firuletes técnicos.
Besos
La Karenina, la Bovary y la Regenta, qué tres.
ResponderEliminarEs difícil meter en una película un libro, es lo de siempre. El papel encaja mal en el celuloide; aunque se pueda intentar,que eso es el arte. Lo imposible.
Ya sabes que yo de cine, ni papa.
Besos, feliz semana de Pascua
Lo aprendí en una clase a la que desearía volver: "El cine es a fin de cuentas una industria".
ResponderEliminarUn abrazo
Leí "Anna Karenina" cuando era adolescente y nunca vi su versión cinematográfica ¡ni cuando la interpretó Audrey Hepburn! Despues de leer tu reseña no pienso ver esta última versión. Me quedo con el recuerdo del libro :) Besotes Tolstoyanos, M.
ResponderEliminarQuando soube que a acção se relacionava com teatro perdi todo o interesse, embora ache o romance muitissimo bom.
ResponderEliminarClaro que já não lembro muitos pormenores dado tê-lo lido muito nova.
Pelo que nos aqui dizes, nada me arrependo da opção.
Um doce Domingo de Páscoa, querido amigo
pues ni idea de la película Pedro
ResponderEliminarde los rusos que he leído al que recuerdo es a Dostoyevski, su protagonista Raskolnikov me cautivó en lo psicológico
besitos
Pedro el que tú no creas en las almas, es tu punto
ResponderEliminarno porque no las veas no quiere decir que no estén allí
nuestra corta conciencia solo nos aproxima a 4 dimensiones
pero no por ello diremos que no existen otras dimensiones más
besitos
Yo también creo que es imposible meter en una pantalla tanta psicología magníficamente tratada. Pienso que es mejor quedarse con el recuerdo del libro. Por cierto, me llamó la atención que estuviese escrito por un hombre... Es deliciosa esa comprensión hacia la figura femenina...
ResponderEliminarMuy buen post, Pedro.
Me quedé con dos personajes de esta historia, Anna y Stiva y el distinto tratamiento que la sociedad da a sus relaciones extramatrimoniales. No he leído la historia.
ResponderEliminarLa verdad es que, últimamente, están estrenando bastante del siglo XIX. Lo que me lleva a la revisión que estás haciendo de la lucha por la vida de Baroja. Tengo tanto déficit de este tipo de literatura.
Me parece entender (tu crítica me ha parecido bien y adecuada para que, al menos por lo que a mí me atañe, la entienda bastante sin haber leído la novela) que el aspecto visual del cine, muy importante, claro está, tapa en buena medida los aspectos emocionales e intelectuales de lo que podría haber sido una mejor película si fuera más equilibrada. Supongo que es difícil conseguir todo junto.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola a todos/@as, fui a ver la película,el argumento lo conocemos una gran mayoría, me llamó la atención el curre de esta versión, todo, excepto las imágenes del tren rodadas en un escenario, ¡¡¡impresionante!!!, si nos trasladamos a su época no es de sorprender la hipocresía y las diferencias de sus clases sociales. En definitiva...me gustó, quizá un pelín larga.
ResponderEliminarUn gran saludo Pedro.
No me extraña que no hayas visto la versión de Audrey Hepburn.¡No existe tal versión!
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