Te quiero, idiota.

Hay siempre un segundo de incertidumbre en el que, de pronto, se abre paso un eco por el que uno volvería a esos momentos en los que todo es más sencillo, como aquellas tardes en las que bastaba un mohín tras un silencio. Y tres palabras.

Me hago viejo. Mi oído ya no es el que era. Mi vista ha perdido la nitidez de lo escrito. Las cejas se recrecen y unos pelos rebeldes insisten en colonizar mis orejas. Por la mañana, tardo un rato en recordar mi nombre y las apenas dos o tres cosas de las que estoy seguro. Y qué demonios de maraña nos impide oír o decir esas tres palabras. Suficientes en sí mismas, que uno desea decir o escuchar en el momento adecuado. Qué estúpidos nos hacemos cuando ya no estamos así, en el muelle del río, con los pies descalzos acariciando la piel del agua y sintiendo que uno tiene toda la vida por delante.

Qué viejos somos cuando nos hacemos viejos.

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