lunes, 8 de octubre de 2018

El palomar del párroco de Tierra de Campos


A las palomas les tiene sin cuidado su mala o buena fama. Es curioso cómo un mismo animal puede ser el símbolo de la paz y un problema, incluso desencadenar una fobia. Conozco personas que no pueden atravesar una plaza llena de palomas y otras que van todos los días a alimentarlas.

El párroco de un pueblo de Tierra de Campos de cuyo nombre no quiero acordarme, puso un palomar en la bóveda de la iglesia parroquial por aquellos tiempos en los que había fuerzas vivas en los pueblos (el alcalde, el boticario y el cura). La iglesia era el único resto de un antiguo convento del siglo XVII, separado del pueblo por la carretera nacional. Hizo cuentas sobre los pichones que podría añadir cada año al arroz cuando se comía arroz con pichones como un manjar digno de los dioses. Incluso echó cálculos sobre los que podría vender cuando hubiera de más según el criterio de su estómago, siempre fiable. Vivos o muertos, porque era un hábil ejecutor de los palomos: con dos dedos y en un solo golpe. Se le fue la cabeza ya mayor y le retiraron de la parroquia también por la sospecha de no sé qué imágenes de santos, vírgenes y angelotes del retablo barroco que un anticuario de la ciudad sacó a subasta. En su lugar, llegó un joven sacerdote sudamericano que procedía de un cercano convento jesuita, un tanto tocado por la teología de la liberación y motivador de reuniones para debatir el evangelio, al que le tocó oficiar en una docena de pueblitos cercanos a lomos de una vespa. Por supuesto, al párroco retirado se le olvidó decirle lo del palomar al nuevo y allí quedó, abandonado en la bóveda de la iglesia. Pasado el tiempo, el peso de la palomina, que durante años también se vendió como abono, afectó al techo del templo, que comenzó a hundirse porque todas las cosas obedecen a la gravedad. Aquí, allá, desconchamientos, humedades, abombamientos, vigas de madera curvadas peligrosamente. El obispado adujo que no tenía recursos propios, abrió suscripción popular para arreglar la parroquia y solicitó una cuantiosa ayuda a la administración, que fue concedida. Aquel viejo cura ya no era cura y andaba en  una localidad cercana, en una residencia para sacerdotes ancianos, perdida del todo la memoria. Quizá recordaba aquel arroz con pichones de los domingos. Es un sabor que jamás se olvida.

5 comentarios:

andandos dijo...

Me ha encantado.

Un abrazo

Emilio Manuel dijo...

Buena historia de los tiempos del hambre y los principios de la transición.

Sor Austringiliana dijo...

Las palomas tienen muchas lecturas.

Ele Bergón dijo...

Me gusta ver las palomas en el tejado de la iglesia de mi pueblo. Estoy tan cerca de ella que doy una palmada y vuelan por el cielo azul, pero también me molestan cuando llego a los patios pequeños de mi casa y lo encuentro lleno de sus huellas. Las palomas como la vida con su cara y su cruz.

Lo del obispado y más en la provincia de Burgos, no tiene nombre. Quieren que el pueblo arregle la casa del cura, se lo dona por un euro, pero....la propiedad es para ellos. El pueblo, entonces y con razón dice que no y ahí está desvencijada y cada vez más rota a punto de caerse el tejado.

Besos

Edurne dijo...

¡Jajaja! Qué historia más curiosa.

Yo con las palomas me llevo a matar, me tienen declarada la guerra y yo ya no sé qué hacer para librarme de ellas en casa... Grrrrr!

Besos.
;)