miércoles, 27 de diciembre de 2017

Me asomo a la ventana y pasa un ángel, de Eduardo Fraile Valles


No debería haber pasado tan desapercibido este libro de Eduardo Fraile Valles publicado en marzo pasado (Me asomo a la ventana y pasa un ángel, Difácil, 2017). En él encontramos el mundo poético del autor, todo aquello que constituye el tronco más firme de su literatura, en especial de la última década, la que se abre con dos poemarios excepcionales, sorprendentes e innovadores y que ya ocupan un puesto singular en la poesía actual española: Quién mató a Kennedy y por qué (2007), premio Fray Luis de León, y La chica de la bolsa de peces de colores, accésit del Jaime Gil de Biedma (2008). Siguieron Y de mí sé decir (2011), Ícaro & Co. (2012), Retrato de la soledad (2013) e In memoriam (2014). Esta serie de obras (Apuntes del natural) de intencionado trazo proustiano se cierra con Perlas ensangrentadas (2017) pero no podría entenderse completa sin el libro que aquí comento.

Me asomo a la ventana y pasa un ángel recoge parte de los textos escritos desde 2012 y publicados en el blog personal del autor, los 48 primeros también como columnas en la edición castellanoleonesa del diario La Razón. Se estructura en tres partes que componen un juego con el título del periódico en el que arrancaron para culminar una frase paródica cervantina: La Razón..., de la sinrazón..., ...que a mi razón se hace.

Aquí está la indagación en la memoria de un escritor que ha construido un relicario cívico y muy humano de temas que regresan una y otra vez, a veces como prosa y en ocasiones como versos. Es difícil definir la frontera entre ambas formas porque sus poemas tienden a la narración (una forma de narrar cotidiana que se trasforma sin casi quererlo en una épica biográfica despojada de la heroicidad de las epopeyas clásicas para buscar la heroicidad individual de la vida) y la prosa guarda en él siempre vocación de poema por el magnífico manejo del ritmo.

Y así se suceden: el paraíso de la infancia poblado de personajes e imágenes; los espacios míticos (el barrio de Bilbao en Madrid en el que trascurren sus primeros años y al que regresa para ver las rosas que crecen en el jardín que estaba junto a su casa, el pueblo de Castrodeza con la libertad del verano interminable de la infancia y el final del paraíso que significaba septiembre, la ciudad de Valladolid con su complejidad de espacio adulto que se reduce a un puñado de calles para poder dominarlo), los objetos (su afición por las máquinas de escribir, una manera de entender su decisión de ser escritor), el arte (especialmente, Velázquez y su tratamiento de la luz: El kilómetro cero de mi corazón es la sala ovalada del Museo del Prado donde están Las Meninas de Velázquez) y la literatura, en la que se concreta todo.

La literatura es lo que explica la propia búsqueda de la memoria y ahí está Proust pero también Cervantes y una continua investigación sobre el mismo ejercicio de la escritura. Pero todos estos temas se podrían reducir a uno, presente de forma obsesiva, el tiempo. Pocos autores contemporáneos cuentan tan bien el tiempo como Eduardo Fraile. Un tiempo que es el biográfico, también el de una generación entera de españoles, explicado todo por la referencia continua a En busca del tiempo perdido. Los textos, desde luego, pueden entenderse y disfrutarse sin esta referencia literaria, puesto que el autor trabaja con elementos muy cotidianos y reconocibles (el verano en el pueblo, las calles de la ciudad, la enfermedad del padre, las tiendas de ultramarinos, los amores imposibles), a veces como pequeños microrrelatos -mejor, como fragmentos de un único texto que se ordena solo en la introspección continua- pero se iluminan y tersan toda su belleza en lo literario, como sucede, por ejemplo, en Estación en Tansonville (referencia directa a Proust pero también a la editorial que mantiene el autor).

Eduardo Fraile ha encontrado el secreto de su magdalena proustiana: el narrador moja una magdalena en una taza de té... y ahí empieza todo. No es el recuerdo. No. Es la resurrección. No, no debería haber pasado desapercibido este libro que ayuda a comprender el proyecto arriesgado y brillante que ha ocupado a Eduardo Fraile durante diez años.

El libro cuenta con un prodigioso prólogo de Óscar Esquivias, a la altura del libro (La Anunciación).




3 comentarios:

Fackel dijo...

Nunca es tarde para leer lo que sea. Los tiempos de lectura y asimilación e interés son a capricho o necesidad de cada cual.

Ele Bergón dijo...

No conozco al autor ni su poesía, pero lo miraremos con calma y más si viene avalado por Óscar y por ti.

Besos

andandos dijo...

Me he suscrito a su blog, ya veremos.

Un abrazo