domingo, 29 de enero de 2017

No hay muro que nos proteja de nuestra estupidez


La historia enseña que cuando desacreditamos a las instituciones todo queda en manos de la barbarie. A veces para bien, cuando las instituciones son despóticas, anticuadas o inservibles y merecen ser derrumbadas. En otras ocasiones es peligroso, sobre todo cuando esas instituciones lo que necesitan es ser reformadas, como cuando un viejo edificio necesita obras para que pueda ser habitable. En todo caso, en los momentos de crisis siempre hay quienes sufren las consecuencias de la trasformación más que otros. En la época contemporánea, desde que se constituyeron como principios del progreso humano la libertad, la igualdad y la solidaridad, hubo trasformaciones dolorosas pero necesarias: aquellas que extendieron esos conceptos. Muchos de los antiguos súbditos se negaban a ser ciudadanos y se aferraban a un mundo que se deshacía, un mundo injusto pero que les daba seguridad. Y la conquista de los derechos para todos costó sangre y dolor. Es el caso también de todas las dictaduras modernas. En cuanto estas duran lo suficiente en el tiempo, se establecen equilibrios de poder y la mayoría de las personas se acomodan y suelen temer los cambios que echen abajo el régimen. Incluso años después de que desaparezcan los dictadores hay nostálgicos de unos tiempos cuya definición es la desigualdad y la falta de libertades porque todo dictador que se precie habla a las emociones antes que a la inteligencia de las personas. Ningún pueblo sometido a una dictadura se gobierna por la ilustración sino por el miedo, el tejido de intereses y el fomento de unas emociones básicas que suelen referirse a las creencias y las banderas. Toda estrategia autoritaria pasa, además, por extender la desagregación social y hacer pensar que a uno no le va a ocurrir nada malo -o pero de lo que le ocurre hasta ese momento- porque pertenece a uno de los sectores protegidos por la idea que la sostiene. Esta falsa seguridad hace que la mayoría de las personas no vean lo que sucede a su alrededor o se desentiendan porque no va con ellos (los vecinos de los campos de concentración nazis, por ejemplo; pero también los que tienen trabajo en una época en la que se extiende el desempleo; los que tienen la seguridad de una casa en un momento en el que muchas personas pierden este derecho básico del ser humano, etc.).

Hace tiempo, en este blog, medité sobre nuestro tiempo en una serie que titulé Pensar el mundo a principios de siglo. No quería demostrar nada, solo reflexionar sobre lo que observaba. De vez en cuando he retomado la serie (puede leerse en este enlace: las entrada se recuperan en orden inverso a su escritura) por alguna circunstancia concreta. En este domingo de invierno tengo claro que la ilustración, la razón, va perdiendo el juego de la historia presente y que las circunstancias más negativas de mis análisis se han agravado. El mundo se ha encogido físicamente, casi como una reacción epidérmica, a consecuencia de algunas de las derivaciones de la globalización. En esta triunfa la ruptura de las fronteras para las finanzas pero se han agudizado los temores en amplios sectores de la población occidental a consecuencia de las crisis económicas que ha provocado, la pérdida de control sobre las propias decisiones de los gobiernos nacionales y el fenómeno atroz del terrorismo en su nueva cara internacional. Las consecuencias en Occidente son evidentes: la brecha social se amplia, el trabajo deja de ser un valor de dignidad personal y no otorga estabilidad, el futuro próximo para amplios sectores de la población se presenta más incierto que nunca. En Occidente, insisto, porque la cuestión es bien diferente si la observamos desde otros puntos del planeta que jamás han disfrutado lo que por aquí hemos llamado sociedad del bienestar o de una verdadera democracia. Esto es otra de las cuestiones sobre las que debemos pensar más a menudo ahora que hemos visto cómo se rompía la burbuja protectora con la que contábamos los occidentales.

Hemos participado durante algo más de una década en una campaña de descrédito de las instituciones que nos mantenían: los parlamentos, los partidos políticos, los sindicatos, la sanidad y la educación públicas, el funcionariado, la prensa, el sistema bancario, etc. En vez de reforzarlas o repensarlas como era necesario, corrigiendo lo que hubiera que corregir y sustituyendo a quienes las corrompían, nuestra sociedad occidental se ha instalado en una espiral destructiva de todo lo que debería proteger mejorándolo. Por supuesto que muchos de los que han ejercido cargos de responsabilidad en todas ellas han sido sinvergüenzas, corruptos y cínicos. Pero la extensión de la campaña a todo lo que nos constituye como sociedad que debe aspirar a la libertad, a la igualdad y a la solidaridad nos ha llevado al descrédito general de todo. No somos conscientes de que los principales beneficiaros de ese descrédito general son, precisamente, aquellos a los que deberíamos combatir, los que se han aprovechado de las debilidades del sistema para saltarse las leyes, enriquecerse y corromperlo. Los abundantes casos de mal funcionamiento nos han llevado a intervenir en la campaña como comentaristas de barra de bar o patio de vecinos, no como ciudadanos conscientes de nuestros deberes tanto como de nuestros derechos, salvo en algunos momentos concretos que no han conseguido una rentabilidad inmediata porque ni se han sostenido en el tiempo ni han sido apoyados por todos. Y hoy tenemos unas instituciones que deberían protegernos de todos estos casos pero en las que no creemos. Tampoco se trata de mantenerlas esclerotizadas porque su propia rigidez conservándolas con unos principios diseñados hace décadas podría partirlas.

Una jueza de Brooklyn ha bloqueado el decreto de Donald Trump que prohibía la entrada de inmigrantes. Es decir, una persona que representa a una institución. Ejerciendo su cargo como debe hacerlo ha conseguido más que todos los manifestantes que se han personado en los aeropuertos norteamericanos contra la medida del recientemente elegido presidente. En eso se basa la verdadera democracia, que debe respetar siempre la independencia de los poderes públicos, además de la libertad de expresión de la opinión de los ciudadanos. Pero llevamos más de una década socavando esa independencia actuando como chismosos y reidores, repitiendo sin más los argumentos de quienes quieren desacreditar las instituciones, creyendo cualquier bulo que circula por internet, echándonos en las manos de los nacionalistas, de populistas, de gurús espirituales, de campañas publicitarias pseudocientíficas, etc. Si un político al que votamos porque es de los nuestros nos dice que nuestros profesores son unos vagos porque tienen muchas vacaciones, asentimos indignados por lo vagos que son nuestros profesores o nuestros médicos o el personal de jardines o los barrenderos y los insultamos al pasar junto a ellos o permitimos que se les insulte a diario en los medios de comunicación o en las redes sociales. Si el partido político al que votamos se ve inmerso en la corrupción y se defiende atacando a los jueces reaccionamos apoyándolo, difundiendo todo tipo de calumnias contra los magistrados y aplaudiendo a los encausados cuando acuden a los tribunales o a las puertas de las cárceles en las que van a cumplir sus condenas.

En vez de exigir más ilustración, más cultura, más razón, más inteligencia, más ciencia, hemos aceptado como sociedad comprar emociones básicas que cualquier demagogo puede usar en su propio beneficio para vendernos cualquier producto comercial o político. La población de las sociedades occidentales se han roto en dos grandes bloques. Quizá siempre lo ha estado y ahora se manifiesta claramente porque se ha roto el crédito de las instituciones que deben amparar nuestros progresos. Pero cuando las emociones  o los temores llevan a la indignación y la movilización suelen ser más eficaces a corto plazo, más contundentes que la inteligencia indignada. Y sus consecuencias contrarias a las que deberían imperar en un mundo civilizado que es consciente de la historia.

Desde hace unos años observo cómo la mayor parte de la población se indigna demasiado fácilmente con las emociones pero no con la inteligencia. Es la ilustración lo que debería guiarnos, la razón, la defensa de los conceptos básicos de un mundo que debería progresar hacia la democracia y la solidaridad. No los nacionalismos, los victimismos, el temor, el rencor, las pseudociencias. La historia enseña dónde conducen los períodos de proteccionismo, de cierre de fronteras y de recelos. La historia muestra dónde nos lleva ver a los otros como enemigos potenciales de nuestro bienestar, los períodos basados en las creencias y no en la ilustración. Curiosamente, a lo que se apela ahora cada vez más es a destruir esos conceptos que deberían guiarnos más que nunca: libertad, igualdad, fraternidad. No hay muro que nos proteja de nuestra propia estupidez si nos retiramos del camino del progreso.

8 comentarios:

Emilio Manuel dijo...

Por eso hay tantos estúpidos, un ejemplo de ello es en Canadá donde ya ha comenzado la caza del inmigrante musulmán con un ataque con armas a una mezquita, "solo" 6 muertos, seguro que vendrán más ataques en otros lugares y más muertos, se ha sembrado la semilla, saldrán como setas.

Saludos

La seña Carmen dijo...

Las instituciones son importantes, pero no minusvaloresmos el gesto de los voluntarios armados de un portátil tratando de encontrar una solución legal, unas grietas en las leyes, con las que poder ayudar en ese momento a los que lo necesitan.

Todos somos importantes en la lucha.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

EMILIO MANUEL: En efecto, no hay nada más peligroso que dar cobertura a ideas que pueden llevar a la sociedad a estos comportamientos.

CARMEN: Eso es. Es lo que pido en este artícul. Actuar como ciudadanos conscientes para no abandonar el camino del progreso hacia la igualdad y la solidaridad.

Gracias a los dos.

Myriam dijo...

Excelente escrito, Pedro. Ya sabes como me gusta esta serie. Así es: Nosotros construimos los mundos -sociedades- que queremos. Cada uno, desde su lugar. Por eso es inportante que cada uno ejerza, a conciencia, su labor ciudadana. La inacción, el victimismo esteril, la culpabilización, no sirven.

Besos

Myriam dijo...

(Culpabilizar a otros, se entiende)

andandos dijo...

Muchas gracias, Pedro. Me obliga a repensar muchos temas, algunos de ellos me tocan de cerca. Bueno, como a todos.

Un abrazo

Juan Luis Garcia dijo...

Magnífica reflexión, Pedro.
No hay peor turba que la que va armada con su propia ignorancia.
Conozco, o creía conocer, a personas que tenía por razonables que últimamente me dan miedo al escuchar sus opiniones respecto a ciertos temas.

Con tu permiso, comparto.
Saludos.

Ele Bergón dijo...

Nunca debemos practicar el silencio cómplice, porque este trae grandes consecuencias y la historia así lo ha demostrado

Un abrazo