sábado, 9 de mayo de 2015

Paternalismo, personalismo, caciquismo y democracia española (I)


En las épocas históricas en las que en España hemos gozado de un sistema democrático siempre se ha concebido al pueblo español, por parte de sus dirigentes, como menor de edad y con un cierto grado de incapacidad para tomar sus propias decisiones. No solo en las etapas de gobiernos conservadores sino también en los tiempos de gobiernos progresistas. Los liberales temían al pueblo al que teóricamente definían como depositario de la voluntad nacional porque lo consideraban proclive a arrojarse en los brazos de los absolutistas. Estos lo temían por considerarlo tendente a la asonada revolucionaria y a formar en cuanto podía juntas de barrio que se gobernaban de forma asamblearia. Los liberales conservadores propugnaban un sistema de orden y control de las masas; los liberales progresistas temían que una revolución les terminara por eliminar del panorama político para entregar el poder a sectores republicanos. La I República se improvisó porque todos querían gobernar al pueblo pero sin contar demasiado con este, que se tiró al ruedo cantonalista en cuanto pudo -en manos de políticos que hablaban a sus tripas antes que hablar a la razón- o asistió desde lejos a la confusión política en la que pronto se convirtió todo. Tras los sustos del sexenio revolucionario, la Restauración fue una componenda entre conservadores y progresistas para repartirse por turnos el poder independientemente de los resultados electorales. El chiringuito les duró varias décadas a pesar de la corrupción generalizada y la pérdida de las provincias de Ultramar. Cuando todo parecía irse hacia el desgobierno, unos y otros se pusieron de acuerdo -ahí están las hemerotecas- para poner en el poder a un general autoritario, Primo de Rivera, que pudo estirar un poco más el sistema gracias a la bonanza económica. Con la venida de la II República, los conservadores temían al pueblo amotinado que quemaba iglesias y los progresistas lo temían porque estaba dominado por los sacerdotes católicos. De hecho, muchos diputados de izquierda estaban en contra de conceder el voto a la mujer porque la creían dominada por el confesionario o incapaz de tomar una decisión propia. Tras la Transición a la democracia y la aprobación de la Constitución de 1978, los partidos políticos mayoritarios surgidos de ella han montado estructuras jerárquicas en las que al pueblo solo se le consulta cada cuatro años pero no tanto para saber su opinión como para contar con su voto. En España, los dos partidos mayoritarios que han insistido en lo difícil que resulta cualquier modificación de la Constitución, se pusieron de acuerdo en unas horas para modificarla sin hacer un referéndum. En el parlamento español es casi imposible que triunfe una propuesta legislativa de iniciativa popular y no se convocan consultas populares de importancia más que de forma esporádica. Lo mismo ocurre en las autonomías o en los municipios.

Esta opinión de los dirigentes políticos no es solo de ellos. Las banderías tienen un poder penetrador en la mentalidad: una parte del pueblo español sospecha de la otra parte, un barrio del barrio de al lado, una ciudad de su vecina, los que tienen gafas de los que no las tienen. Y así se ha hecho proverbial que los españoles pensemos de nosotros mismos que somos incapaces de llegar a acuerdos, de gobernarnos sin ira, sin picaresca ni corrupción, como si fuéramos un país que no tiene remedio, proclive siempre, como diría don Antonio Machado, al caínismo y la división. Ante eso se rebelaba en un esperanzador poema Gil de Biedma al pedir que España expulsara a esos demonios.

Las estructuras políticas españolas sospechan de cualquier movimiento ciudadano. Entre otras cosas, porque los desconocen. Están más habituadas a las intrigas palaciegas, los quiebros de pasillo o los acuerdos de sobremesa. No importa lo que digan teóricamente puesto que lo que debemos examinar son sus prácticas cotidianas, la manera en la que toman las decisiones y cómo consultan a la ciudadanía y no a las encuestas de opinión pública. No lo dirán, pero la mayoría piensa como ese político valenciano que prometió llevar la playa a su pueblo si conseguía la alcaldía: "Dije: Traeré la playa a Xátiva. ¡Y se lo creyeron! ¡Si yo mando, traeré la playa! Y van y se lo creen todo. ¡Serán burros! Y me votaron".

Si fueran verdad sus temores, es decir, que el pueblo español no es mayor de edad y no puede tomar decisiones, estaríamos ante un gravísimo caso de democracia sin pueblo y convendría urgentemente reformar la Constitución española para dejar claro que nuestro régimen debe pasar inmediatamente a ser un despotismo ilustrado y no confundir con los términos: no nos mereceríamos una Constitución sino una Carta otorgada con la que ellos, que sí saben lo que nos conviene, puedan dirigirnos sin el dolor de cabeza que les supone decirnos lo que tenemos que votar. Si los políticos no se creen de verdad las bases de una democracia, es decir, que esta consiste en mucho más que dejar que los ciudadanos voten cada cuatro años, el sistema se convierte inevitablemente en una estructura de fuerte carácter jerárquico y personalista. 

Y si fuera verdad que el pueblo español no está preparado para un sistema verdaderamente democrático por inmadurez o una tara genético-histórica, ¿en qué han empleado su tiempo nuestros gobernantes desde 1978? ¿Por qué no han hecho pedagogía política? ¿Por qué no han reformado nuestro sistema de educación para hacernos conscientes desde niños de la importancia de una democracia? ¿Por qué no han procurado cambios legislativos para aumentar las consultas populares que son la única forma de que el pueblo tome conciencia de su papel en el sistema? ¿Por qué no han usado de todos los recursos del Estado para educar al pueblo y acostumbrarlo a la mejor raíz de la democracia? Es decir, a ejercer como ciudadanos en cada uno de sus actos cotidianos, a ser conscientes de que actuar en democracia es un derecho pero también una obligación. Quizá con ello la corrupción no se hubiera extendido tanto estos últimos años y no se hubiera votado una vez tras otra a políticos -sea cual sea su color- que la han favorecido.

8 comentarios:

mojadopapel dijo...

Es difícil hoy día encontrar una exposición tan neutral y certera como la tuya Pedro porque, a veces, se nos llena la boca de ideología y no de verdades.

lichazul dijo...

los políticos enmarañan todo lo que se les cruza por su camino
un mal necesario sin embargo son ellos

besos

Neogeminis Mónica Frau dijo...

Tanto por el propio concepto como por las calumnias que se toleran aquí y allá en las campañas, debo decir que nos parecemos mucho. Lo digo con tristeza...
Un abrazo-

pancho dijo...

Cómo me gusta esta reflexión templada. ¿Dónde hay que firmarla? Gil de Biedma está sublime en la voz de Paco Ibáñez. No la conocía.

São dijo...

Mais uma vez, a tua análise a Espanha se aplica inteira a Portugal...

Que maldição paira sem remissão sobre a Ibéria, amigo mio?!

Besos e bom domingo.

Abejita de la Vega dijo...

Esta reflexión histórica es para guardarla y la guardaré.

Miro hacia los carteles y pido, no sé a quién, Virgencita, Virgencita, que no saquen mayoría absoluta otra vez.

andandos dijo...

A tus preguntas aparentemente retóricas, aunque no, respondo que si realmente fuéramos un pueblo educado tanta corrupción, tanto tiempo, no sería posible.

Un abrazo

dafd dijo...

Quizá, en las primeras elecciones en el 78 y en adelante, el pueblo español tuvo que engrasarse un poco -más que nada por la falta de práctica-. Unos electores tan jóvenes y novatos pagamos el pato de creer a ciegas. Y al principio había razones para votar así. Después, los políticos fueron sustituidos. Y entonces, teníamos que haber espabilado, pues nos hundían en país.