sábado, 2 de mayo de 2015

El apocalipsis es un sofá al lado de la carretera. Desde el cerro de Altamira hasta la Reguera del monte



El ladrido del corzo me sorprendió en la cima del cerro Altamira, pero en la parte que este comienza a declinarse ya hacia el valle. No me costó verlo abajo, en el pinar: un hermoso ejemplar de macho joven que me ladraba por miedo y extrañeza, allí yo era el intruso, allí era yo quien sobraba. Me había olido mucho antes de poder verme y cuando pudo hacerlo permaneció unos segundos comprobando mi camino, la cabeza erguida y venteando. Cuando tuvo la certeza de que bajaba hacia él, se escondió entre los pinos antes de que pudiera reaccionar y sacar la cámara para hacerle una fotografía. Durante mi descenso al valle escuché dos o tres veces su ladra, cada vez más lejana y cuando subí al pequeño cerro del otro lado pude distinguirlo corriendo entre los árboles, escapando ya de la ratonera que supone ese pequeño encaje entre las dos alturas.

Al subir al cerro de Altamira, cambié de opinión sobre lo planificado el día anterior en casa. Tiré por el lado opuesto a la senda turística, bordeando el alto para comprobar la herida de tiralíneas que las obras del AVE han supuesto para la Reguera del monte, ese valle cuya belleza solo puede apreciar quien ama mucho estas tierras. Una recta trazada desde las capitales que busca dejar a los viajeros en pocas horas en su destino sin que puedan apreciar el paisaje por el que atraviesan a trescientos quilómetros por hora: desde su prisas de origen hasta sus prisas de destino.

El monte hoy parecía ajeno a todo ello. Las lluvias de abril le han venido bien y luce sus verdes y amarillos, gotas de blanco y el rojo de las amapolas de estos campos, azules y morados, el rosa de la flor del cardo. Sobre todo ello, algunas rapaces danzaban en el borde mismo del cerro buscando el viento antes de picar hacia los ratones de campo o algún conejo desprevenido o una serpiente.

Arriba, el cerro de Altamira tiene pretensión de páramo pero es más una pequeña mesa para jugar en partidas cortas a comprender que tú aquí no eres más que un ser que pasa. Cuando esta altura era la meseta y aún no se habían formado los valles llenos de fuentes y regatos, de arroyos alegres y algunos pocos ríos pretenciosos tú no estabas aquí. Mañana tampoco. No hay nada como subir hasta estos lugares para ver el horizonte que se ensancha. Lejos queda la montaña palentina o las últimas estribaciones de la sierra de la Demanda. Más lejos aún Peña Amaya, la tierra donde se fabrican los vientos. Aquí solo hay cielo y un horizonte tan lejano que a muchos les produce vértigo. En un alto para descargar la mochila, beber un trago de agua y comer algo, viendo cómo un águila jugaba con el viento tuve el impulso de llamar a Manolo, que andaría subido a la Peña de la Cruz tomando la ensalada de limones con la que en su tierra se celebra la llegada de mayo. Quería contarle mi paisaje, tan desnudo y diferente al suyo, tan fieramente solitario el mío por fuera y por dentro porque en el mío ya no hay más límite que tu propia conciencia.

Cuando terminé el pequeño cerro pensé en regresar sobre mis pasos pero subí hacia el siguiente, siempre fuera de ruta, camino de Valoria la Buena aunque arriba volví a cambiar de opinión y me dirigí hacia el vértice geodésico del páramo. Este sí: desnudo, expuesto al viento y al frío en invierno, al despiadado sol del verano. Me apoyé en la señal para que el vértigo del horizonte entrara más en mí, como si me desencuadernara para dimensionarme. Solo así pude tomar fuerzas para llegar con cierto ánimo a las montañas artificiales del centro de residuos que allí se amontonan esperando su clasificación y bajar finalmente al valle por una carretera serpenteante a cuyos lados yacen, arrojados sin orden, decenas de sofás de todo tipo. Comprendí que no hacía falta anunciar nuestro apocalipsis con grandes trompetas, que este estaba próximo y el campo de batalla sobre el que se jugaría debería ser tan paradójicamente exacto a este por el que yo atravesaba: cientos de sofás arrojados a un lado y otro de la carretera, en posiciones en las que sería imposible mirarse a las caras para mantener una conversación, sentados, sin hacer nada más que esperar que pase el tiempo.

Seguí bajando hacia la Reguera del monte, derecho hacia la línea de soberbio metal reluciente de las obras del AVE, esas que llevan nuestro infierno desde un lugar a otro con tanta prisa que no podemos oír la ladra del corzo. A mi derecha, el cerro de Altamira me contemplaba como si yo ya no estuviera en este paisaje.









 




11 comentarios:

mojadopapel dijo...

Estupendo relato descriptivo para tu cuaderno de bitácora.

Pamisola dijo...

Buenas palabras para un buen recorrido, y preciosa la decoración y los "arreglos florales"

Besos.

PENELOPE-GELU dijo...

Buenas noches, profesor Ojeda:

Pensando, mientras anda el camino, ajeno a la prisa...y surge el recuerdo del amigo: “Quería contarle mi paisaje, tan desnudo y diferente al suyo, tan fieramente solitario el mío por fuera y por dentro porque en el mío ya no hay más límite que tu propia conciencia.”

¡Qué contraste, las dos primeras fotos!

Abrazos

Emilio Manuel dijo...

Por esa ruta que has descrito, yo iría pensando en que hace aproximadamente un millón de años por esa zona laboraban, cazaban e incluso se mataban nuestros primero padres, pensar en ello sería un gozo.

Un abrazo.

pancho dijo...

Los colores esenciales de la naturaleza silvestre castellana en primavera. Mirada alta para sentir el viento que ondea el verde de los trigales encañados salteados del amarillo moderno de la colza.
La belleza de lo sencillo con la cervantina bajada a la mostrenca realidad de lo cotidiano. La fealdad de un cementerio de cosas en desuso.

Edurne dijo...

A mí me da pudor entrar en esta maravilla de atmósfera que nos has dejado junto a nuestras puertas, con tanta belleza de palabras, de imágenes y sensaciones...
Gracias, Pedro!

Besos.
;)

Abejita de la Vega dijo...

Los jinetes se sentarán, están ya algo mayores.

Luis Antonio dijo...

Bellas imágenes y estupenda descripción. Dan ganas de visitar esos parajes

andandos dijo...

No conozco nada de esos montes de los que hablas, pero sé que la prisa se lleva mal con el monte, eso sí. Me gusta también andar.

Un abrazo

José Núñez de Cela dijo...

Las cicatrices que deja el ser humano no pueden remedar lo que la naturaleza ha construido durante tantísimo tiempo.

dafd dijo...

Vaya paraíso de colores por esa tierra áspera y desnuda. Parecen un acierto todos esos cambios de planes sobre la ruta programada de antemano.