lunes, 23 de febrero de 2015

Los últimos setenta mil años


Una de las cosas que más me gusta del conjunto arquitectónico en bronce de Casto Solano situado cerca del Museo de la Evolución de Humana de Burgos es la ternura que se aprecia en la relación entre el homínido y su hijo. Ambos caminan juntos: el padre ha cerrado los ojos durante unos breves instantes, el niño los mantiene abiertos y mira hacia adelante. El padre puede estar cansado, abrumado por la responsabilidad, quizá piensa en qué comerán mañana o en buscar refugio para pasar la noche o en los miembros de la familia que ha perdido en los últimos días. Por mucho que insistamos en vivir el presente, ser padres nos saca del instante en el que nos hallamos para hacernos pensar en el futuro. No en el nuestro, sino en el de nuestros hijos. Para ellos hasta el peligro puede ser un juego.

Una de las teorías más apasionantes de nuestra evolución, aunque está puesta en cuestión, dice que tras la erupción del supervolcán de Toba (Indonesia) hace unos setenta mil años las condiciones climatológicas fueron tan adversas que la población de homínidos del mundo se redujo a unos dos mil individuos que vivían en un área no demasiado extensa de África. De esa manera, todos llevamos en nuestro pasado ese origen, el de aquellos cientos de parejas que sobrevivieron, y de ahí la escasa diversidad genética de nuestra especie.

Puede no ser cierto, pero me gusta pensar, como en una película de tiempo acelerado, en la sucesión generación a generación desde aquellos dos mil individuos hasta nuestro presente. Somos la única especie que podemos trasmitir la conciencia del amor en un gesto como este de la fotografía. También somos la única especie que podemos trasmitir la conciencia del odio. Y en gran medida, la inclinación hacia uno u otro está en lo que vimos de niños cuando nuestros ojos aprendían a comprender el mundo. Y cada nueva generación debe decidir qué le importa más de todo esto, qué emoción quedará impresa en la piel de la palma de la mano de nuestro hijo: en eso no hemos cambiado en los últimos setenta mil años.

6 comentarios:

lichazul dijo...

hay cosas y emociones que el paso del tiempo no las mella y siempre son nuevas en cada individuo que nace

bss

Emilio Manuel dijo...

El ADN mitocondrial nos dice que todos los seres humanos procedemos de la misma madre, aunque para los relativistas, todo es cuestionable, hasta que dos y dos son cuatro.

Saludos

andandos dijo...

No me he fijado en ese conjunto escultórico, creo. Suelo quedarme un poco embobado, supongo que consecuencia de cierta educación en unos años en los que ir a Burgos era el fin del mundo, por las carreteras, por el clima... por todo. Suelo quedarme embobado con la escultura ecuestre del Cid, ya ves, y el entorno, y el río... y no me he fijado, pero lo haré. Me gustan las ciudades pequeñas. Pero estoy hablando de mí.

Nuestros hijos: en las próximas elecciones votaré lo que, aparentemente, convenga a mis hijos, más que a mí, no tengo más paciencia con esto. Seguro que me comprendes.

Un abrazo

Abejita de la Vega dijo...

Nosotros somos el niño, homo sapiens aunque no siempre lo parezcamos.

dafd dijo...

Es notorio el que no hayamos cambiado tanto en cuanto a nuestros sentimientos.

DORCA´S LIBRARY dijo...

No nos damos cuenta de lo importante que es transmitir sentimientos a través de los sentidos. Decir palabras de amor, transmitir con ellas mensajes de respeto al otro y a uno mismo, para que otros oídos las recojan. Acariciar, abrazar, besar, para que quede en la piel una serie de buenas sensaciones, y así cuando nuestros descendientes se hagan adultos, puedan transmitir todo eso a sus hijos. "Imprimir" en la piel, en la mente y en el corazón de cada generación una serie de buenos sentimientos, de sensaciones positivas, eso haría que las próximas generaciones fueran más civilidadas y por lo tanto, más evolucionadas. Entonces las guerras no serían ni imaginables. ¿Os imagináis un mundo así? Yo sí puedo.
Saludos.